Bitstreams en el Whitney

Luis Camnitzer

New York

ArtNexus No. 42, Nov 2002

 

 

Lo único que unifica a los 53 artistas expuestos es la utilización de la computadora para la ejecución (y a veces, aunque no siempre, la concepción) de la obra. En lugar de un “salón de pintura”, nos encontramos con un “salón de computadora”, tecnológicamente más avanzado pero institucionalmente igualmente retrógrado.

El Museo Whitney de Nueva York inauguró una exposición de artistas que utilizan computadoras en la producción de su arte. La muestra decepciona, más que por la calidad de lo expuesto, por lo que parece una concepción excesivamente estrecha de los problemas artísticos y una falta de reconocimiento de los profundos cambios que la informática está introduciendo en nuestra visión del mundo. Con respecto al arte, hasta hace poco uno de los problemas con el que nos enfrentábamos era el tener que elegir entre el “qué” y el “cómo”. La tradición siempre dio preferencia al “cómo”. En nuestras escuelas se enseñan clases de pintura, escultura, etc., y en cierta época predominaban los salones y los premios organizados de la misma manera. En los círculos más esclarecidos, estas divisiones técnicas fueron desapareciendo: se comenzó a hablar de “arte”, en lugar de oficios, y a identificar mensajes, propósitos y formulación de problemas. En el transcurso del siglo XX, la técnica de la obra fue pasando a un segundo plano y permitió que la discusión del arte pasara a temas teóricos de mayor peso. Con la aparición de la computadora en la escena artística se abrió la posibilidad de discutir el arte en términos de información en ambos planos —tanto en el técnico como en el del mensaje, tanto en el de la forma como en el del contenido—, y se puede suponer que fueron superadas una gran cantidad de dicotomías. El arte podría entenderse como potencialmente integrado en una unidad coherente e indivisible.

En relación con el universo, hasta hace poco, el modelo con el cual se pensaba y se trataba de entenderlo era la máquina de vapor. Es así que se aplicaban las leyes convencionales de causa y efecto, y que se percibía como que todo funciona en una caldera de energía con interacción de leyes mecánicas. Las paradojas y contradicciones a las que lleva este modelo (posiblemente incluida la inhabilidad de Einstein de lograr una teoría unificada: la contradicción de comportamientos en los mundos físicos separados en donde operan la ley de gravedad o funcionan los quanta) han llevado a muchos científicos a elegir un nuevo modelo: la computadora. En este modelo ya no hay fronteras entre lo que percibimos o pensamos como físico y lo que denominamos información. El acto informativo de medir afecta la presencia física de lo medido y determina el estado de las cosas en el cual las percibimos (1). Este acto “inconcebible” e “inimaginable” en un mundo limitado por nuestra percepción cotidiana, saca las cosas de lo “natural” y nos transporta a un plano “cultural” pero no menos real. Nos lleva también a la propuesta metafórica de que vivimos en una especie de universo computado. Es, sin embargo, un universo desde el cual no podemos percibir a la computadora que nos computa. Es también uno en el cual, a nivel de los cuantos, afectamos las cosas que percibimos. Es, en otras palabras, una posición que en estos momentos lleva al extremo de considerar que la información es la substancia esencial de la cual está hecho el universo.

Al margen de los paralelos teológicos —vivimos en un mundo creado por un dios al que no podemos percibir pero al cual solamente tenemos acceso creyendo— lo interesante de este modelo (el cual, por supuesto, yo tampoco entiendo) es justamente la eliminación de las fronteras entre la información y su soporte físico. En arte, por lo menos, eso significa una apertura para la creación absoluta y la liberación de las limitaciones artesanales.

Es con todas estas ideas bastante dramáticas dando vueltas en mi cabeza que fui a ver Bitstreams (corrientes o flujos de “bits” o unidades de información, tal como se usan en computación), una nueva exposición en el Museo Whitney de Nueva York (2). Pensé que vería una muestra de impacto histórico, una exposición que daría las pautas para la creación del arte en las generaciones venideras, y si no en los resultados visuales, al menos en las coordenadas teóricas que la enmarcarían. Reincidí en mi optimismo, como cuando fui a ver Paradise Now, la muestra sobre el impacto de las investigaciones genéticas (3).

Me encontré, en cambio, con una muestra que retrocede varios pasos. Lo único que unifica a los 53 artistas expuestos es la utilización de la computadora para la ejecución (y a veces, aunque no siempre, la concepción) de la obra. En lugar de un “salón de pintura”, nos encontramos con un “salón de computadora”, tecnológicamente más avanzado pero institucionalmente igualmente retrógrado. Lo más destacable, si uno dispone de una computadora con buena memoria y un módem veloz (preferiblemente utilizando cable, en lugar del módem telefónico), es que se puede acceder al salón cómodamente instalado en casa, marcando www.whitney.org. No se accede a todas las obras ni, tampoco, a todas sus facetas (la dinámica del video está ausente). Pero al menos se pueden escuchar las piezas sonoras (aproximadamente la mitad de los artistas presentan piezas musicales), sin tener que esperar los audífonos en la instalación que preparó al efecto el colectivo arquitectónico LOT/EK.

El contexto de “salón de computadora”, que en la década de 1980 podía seducir por la novelería de los artificios técnicos, hoy daña a la obra presentada. Obras que se afirmarían por su propia presencia quedan disminuidas por la atención al truco. Dos obras de las más publicitadas (por el museo y por la crítica) son Me Kissing Vinoodh (Passionately) (Yo besando a Vinoodh, Apasionadamente), de Inez van Lamsweerde, 1999 y Skull (Cráneo), de Robert Lazzarini, 2000.

La primera muestra a la autora besando a alguien con dedicación total. Pero en el lugar en donde debiera estar el compañero besado continúa la pared de fondo. El perfil ausente deforma, de manera interesante, al perfil de la artista. La imagen enorme (casi 5 metros de ancho por 3 de alto) cita a Les jours gigantesques, de Magritte (1928). Pero en lugar de la fusión por absorción que logra Magritte, aquí es la ausencia la que condiciona a la silueta. La reacción (bastante estúpida) que uno tiene inmediatamente, y que interfiere con el impacto de la obra, es la de constatar que von Lampertz utilizó el programa Photoshop con su “sello de goma” para lograr su efecto. Es una manera de decir que “eso lo puede hacer cualquiera”, cosa que no corresponde frente a una obra de arte. Pero es una reacción explicable cuando la tónica de la muestra está dada por los mecanismos técnicos.

La obra de Lazzarini, Skull, consiste en una serie de esculturas de cráneos distorsionados anamórficamente. Hechos en resina con hueso molido, son de un realismo total. Estirados en distintas direcciones, tienen la característica típica de la anamorfia de reconstituirse en las proporciones originales cuando se les observa desde un punto de vista determinado. La tridimensionalidad hace que, al circular en la salita donde están expuestas, los cráneos parezcan moverse y distorsionarse dinámicamente. Aquí la reacción ya no es la de que “lo puede hacer cualquiera”. Más bien, se siente que es un recurso efectista y que después del impacto no queda ningún residuo.

La metodología de Van Lamsweerde también es usada, más dramáticamente, por John Haddock. Este usa fotos de crímenes horrendos (niños tratando de escapar de las bombas de napalm en Vietnam; el apaleamiento de Rodney King por la policía de Los Angeles, etc.), de las cuales borra cuidadosamente a las víctimas. En consecuencia, la realidad virtual de la violencia no queda representada en la foto sino que, con ayuda del título, se recrea en la mente del espectador. En otra serie, Haddock reconstruye los crímenes (el asesinato de Martin Luther King, por ejemplo) en imágenes acartonadas del tipo usado en los juegos de video. La tensión creada entre la memoria del evento y la banalidad de la representación crea un nivel dramático que supera la documentación. El drama, sin embargo, solamente funciona para aquellos que tienen los recuerdos apropiados.

El espacio virtual usado por Craig Kalpakjian, en cambio, es más real. él se dedica reconstruir lugares existentes pero inaccesibles. El interior de un ducto de ventilación Duct, 1999, iluminado tenuemente por la luz de la oficina hipotética en que se encuentra, está sutilmente articulado por infinitas sombras y reflejos deducidos por la computadora, con su lógica interminablemente implacable.

Quizás la obra más ambiciosa de la exposición sea el Ecosystem, de John Klima (2000). Klima nos presenta un juego de video que se desarrolla en una enorme proyección en la pared. Las variables de su sistema están representadas por criaturas volantes (no llegan a ser realmente pájaros) y por formas vegetales que les sirven más de presa que de alimento. La intensidad del ataque/consumo está conectada con las fluctuaciones del mercado de valores de la zona geográfica sobre la cual vuelan las criaturas. La posición es controlada por el espectador por medio de las palancas adecuadas. Pero la seriedad del tema no quita que un buen juego de video sea más sofisticado visualmente y, por supuesto, muchísimo más divertido.

La sección de obras sonoras demuestra que la banda de sonido que Sussan Deyhim hiciera para el famoso video de Shirin Neshat, Soliloquy, sobrevive perfectamente sin imágenes y es capaz de mantener su poder hipnótico. Jonathan Bepler, en The Man in Black (El hombre de negro), utiliza el sonido del aleteo de 200.000 abejas, agregando al baterista Dave Lombardo y el texto de una carta de Gary Gilmore (condenado a muerte y ejecutado en 1977) para la pieza musical más interesante del conjunto. La mayoría de los demás artistas de esta sección se limitan a utilizar collages y repeticiones de sonidos tomados de distintas fuentes. Es una estrategia similar a las que se ha venido haciendo desde hace varias décadas en lo que parece un gran homenaje a John Cage pero, desafortunadamente, sin superarlo. El recuerdo del grupo Fluxus (en su mayoría alumnos y admiradores de Cage) de la década de 1960 es abrumador y hay incluso un exmiembro. Yasunao Tone, para esta ocasión, cubrió un disco compacto (con una composición previa) con cinta adhesiva perforada. El aparato, frustrado por el obstáculo, emite sonidos transformados y cacofónicos.

En la sección de “Data Dynamics”, en la pequeña sala que el museo normalmente dedica a los proyectos experimentales, hay algunos proyectos conectados con el Internet. Menos enfocados en la idea de producto y más en la de situaciones e interacción, las obras son potencialmente más interesantes. Pero solamente potencialmente. Eran éstas las obras que podían haber tocado temas más relacionados con los cambios estructurales por los que estamos pasando, pero se limitan a mezclar algo de voyerismo con documentación y pomposidad. Pero, por lo pronto, hacen cuestionar las técnicas museísticas (poco equipo y espacio para el público, necesidad de tiempo de manipulación, claridad de presentación). Si, por otro lado, el acceso desde la computadora propia fuera fácil (hay páginas que no se abren, conexiones incompletas y frustraciones varias), se podría llegar a demostrar la obsolescencia del museo tal cual lo conocemos. De hecho, una visita a www.rhizome.org es mucho más cómoda y entretenida.

Hace una docena de años se realizó una muestra de arte hecho con computadoras en la galería (hoy difunta) de IBM en Nueva York. En la reseña que escribí en esa época para Arte en Colombia (4) decía que: “La perspectiva para el futuro es fascinante por lo positivo y por lo negativo. Por un lado, el acceso a la tecnología permitirá una corrección del proceso creativo. Por otro lado, el cisma entre el desarrollo y el subdesarrollo irá en aumento, y el arte de las economías periféricas quedará más y más condenado al confinamiento de la artesanía y de las manualidades”. La muestra del Whitney señala que el panorama todavía no ha cambiado mucho y que soy un mal profeta. La corrección al proceso creativo todavía se está haciendo esperar. La diferencia entre el subdesarrollo y el desarrollo definitivamente va en aumento, pero eso no es un problema relacionado con el arte. Y debo reconocer que las computadoras se han hecho mucho más accesibles de lo que me esperaba en aquel entonces. Pero más allá de todo esto, son las muestras como ésta del Museo Whitney las que aseguran que mi miedo a la segregación artesanal se mantenga infundado. Todo parece seguir en la misma olla.

 

 

NOTAS

1. En un artículo reciente de Scientific American (Max Tegmark, John Archibald Wheeler, “100 Years of Quantum Mysteries”, febrero de 2001, pp. 69-75) se discute el ejemplo de un naipe parado de canto, perfectamente balanceado, con un 50% de posibilidades impredecibles de caer para uno u otro lado de su posición de equilibrio, de convertirse en 1 ó 0, para usar los términos binarios utilizados en computación. Los autores analizan la evolución desde la teoría “clásica”, en donde la baraja cae cara arriba o cara abajo, hasta la teoría de la “descoherencia” en donde el naipe en equilibrio tiene ambas “caídas” coexistiendo y de hecho cae en las dos posiciones simultáneamente en lo que se llama “superposición”. Si bien el ejemplo del naipe no es del todo real, la teoría de la descoherencia parece satisfacer las contradicciones que se plantean en el análisis de los quantas a nivel subatómico y abre la posibilidad para que la interferencia de un solo fotón revierta las cosas al estado de la teoría clásica (el naipe cae o cara arriba o cara abajo, pero de ninguna manera en ambas condiciones a la vez). La teoría de la descoherencia acepta la existencia simultánea de todos los estados posibles. De todos los estados posibles, el que queda registrado es el que es coherente con la información ya registrada (el “pasado”) en el ambiente en el que se está percibiendo. “La información está registrada en el ambiente, en la forma de los movimientos de los átomos u ondas luminosas u otras partículas que se encuentran con los objetos en cuestión”. (Tom Siegfried, The Bit and the Pendulum, John Wiley and Sons, NY, 2000, pp 183-184).

2. “Bitstreams and Data Dynamics”, Whitney Museum, New York, marzo 22- junio 10, 2001.

3. “Arte y Ciencia”, Art Nexus # 39.

4. “La computadora y el arte”, Arte en Colombia #39, febrero de 1989, pp. 52-55.

 

 

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