Utopía, modernidad y arte joven en el Río
de la Plata
Mario H. Gradowczyk
mgrado@interlink.com.ar
La Universidad de Texas en Austin organizó, en octubre de
1975, un doble evento literario y plástico y la exposición: “12 artistas
latinoamericanos de hoy”. El simposio dedicado a la plástica, “El artista
latinoamericano y su identidad”[1],
contribuyó al surgimiento del arte latinoamericano a escala internacional. A
los 25 años de su realización, en pleno proceso de globalización, resulta
apropiado analizar contribuciones rioplatenses en el contexto de los
paradigmas que aún rigen en la historia oficial del arte moderno, y esbozar
de qué manera sus enseñanzas podrían repercutir en el arte contemporáneo.
Actualidad de la vanguardia
El nuevo milenio encuentra a un mundo inmerso en el proceso
de globalización que cada vez más se asemeja al de una rueda de bicicleta,
cuyos rayos (la periferia) convergen hacia el cubo central[2].
Asoma una cultura planetaria que jaquea a la de los países periféricos y que
convierte en realidad la visión premonitoria de Karl Marx: la producción
intelectual de un país se convierte en patrimonio común de todas. La
estrechez y el exclusivismo nacionales resultan día tras día más imposibles;
de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura
universal.[3] Más
de un siglo después, Marta Traba advertía sobre los peligros de una
cultura global o planetaria que convierte al artista en un productor
no diferenciado, que sólo atiende los pedidos de la superestructura cultural
que le da salida en el mercado, lo obliga a cambiar de acuerdo a las
expectativas, garantiza su circulación y promete el alza de sus cotizaciones...
Esto equivale a renunciar al arte como ficción, como metáfora. A ese proceso
se llega, según Traba, porque las vanguardias no han trabajado como
avanzadas de un proyecto cultural, sino como emisarios de la cultura
planetaria, de la que los artistas latinoamericanos han sido excluidos.
La verificación de ambas hipótesis está generando una
situación crítica, particularmente en aquellos países que carecen de una
intelligensia capaz de interpretar el rumbo que impone la globalización,
y cuya clase dirigente ignora que la cultura puede convertirse en
herramienta para el desarrollo.
El lograr un reconocimiento internacional de los valores
histórico-culturales de cada nación equivaldría a transformar el carácter
autoreferencial de las utopías. Con esto no se propone alcanzar el glorioso
destino vislumbrado por nuestra generación del Centenario; por el contrario,
lo que se plantea es lograr un nivel de autoestima que disipe las
frustraciones que la globalización conlleva y que desmarca a creadores y
receptores de la periferia. Para alcanzarlo se propone impulsar un mejor
conocimiento de las vanguardias históricas locales, reinvindicar ese
imaginario donde yacen paisajes olvidados, metáforas perdidas, héroes
descabezados. En otras palabras, recuperar el peso del pasado en el ahora.
En el arte de hoy, nos encontramos, de acuerdo a Arthur
Danto, con la poshistoria del arte, a partir de la cual se está
creando un arte más allá de la narrativa que finaliza con el modernismo. Las
premisas contestatarias están siendo reemplazadas, en muchos casos, por
consignas que expresan las necesidades específicas de diversos grupos, donde
—parafraseando la canción infantil— cada cual atiende su juego.
Según Marshall Berman, vivimos en una edad moderna que ha
perdido el contacto con las raíces de la modernidad. Por su parte,
Eric J. Hobsbawm apunta que, al final del siglo XX, los jóvenes
crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica con el
pasado del tiempo en que viven. Y si lo que se busca es la sobrevida
del arte como una práctica cultural independiente, resulta imperioso retomar
ese contacto con la historia, no ya como un repositario de formas o de
métodos, sino por lo que nos enseña sobre la conducta ética, dedicación,
sentido moral, solidaridad.
Los cuestionamientos recientes a la globalización encuentran
antecedente en la propuesta lanzada por Traba para que el arte
latinoamericano se convierta en un arte de la resistencia y que
cumpla una función epistemológica y un servicio político. Si se
acepta que la globalización es consecuencia ineluctable del desarrollo
histórico —según lo enseña el marxismo— resultaría difícil imaginar que
nuestra identidad se afirme acentuando su marginalidad. Así, sólo se
profundizaría el aislamiento. Por el contrario, esta batalla podría ser
ganada por aquellos creadores de un arte enraizado en sus propios orígenes,
que se proyecte tanto hacia el centro como hacia la periferia, haciendo
realidad una consigna lanzada por Xul Solar: Nuestro (patriotismo?)
es encontrar el más alto ideal posible de humanidá —realizarlo y
extenderlo al mundo.
Vanguardias: utopía e ideología
La problemática generada por el arte contemporáneo nos
conduce a continuas reflexiones sobre ¿qué es el arte?, ¿por qué se
hace?¿para quién se hace? Para encontrar respuestas traslademos nuestro
espacio de reflexión a la Europa de mediados del siglo XIX, cuando la
“modernidad” surgía de la mano de una burguesía poderosa que instauró las
libertades políticas, renovó la retícula urbana y creó la ciencia y la
tecnología que consolidaron la revolución industrial.
El reconocimiento de la posibilidad de crear contenidos fuera
del marco de la representación del mundo exterior nació con la modernidad.
El positivismo decimonónico de la burguesía ilustrada sería cuestionado
desde aquellas concepciones que rescataban los valores espirituales y
cósmicos de la humanidad, entre los que se señala al movimiento teosófico,
muy ligado al arte simbolista. Su difusión contribuyó en buena medida al
surgimiento de la abstracción, y la pintura se emancipó del ilusionismo y de
lo literario. Se iniciaba una nueva manera de expresar los procesos
inconscientes del artista, esa necesidad interior expresada por
Kandinsky, para quien la nueva pintura está en relación orgánica directa
con la ya iniciada construcción de un nuevo reino espiritual, pues este
espíritu es el alma de la época de la gran espiritualidad
[4].
El arte moderno activó la polisemia de una palabra clave que
lo identifica: utopía. Pese al significado peyorativo y descalificador que
le otorgó la izquierda a esa palabra, la historia del modernismo es un
raconto ordenado de sus utopías. Los primeros abstractos —Kandinsky, Kupka,
Malevich y Mondrian— acompañaron su práctica artística con estudios basados
en la filosofía, la metafísica, la estética, la ética, sintetizados en
textos que refuerzan el contenido utópico de sus propuestas. Esa aparición
del artista-escritor le confiere al modernismo carácter singular.
Torres-García fue uno de los primeros en subrayar la diferencia que existe
entre el literato y el artista, mientras que Kandinsky también advertía
sobre el peligro que acarrearían tales explicaciones.
Habría que apuntar que, desde la óptica del artista moderno,
sus realizaciones respondían a necesidades concretas de invención sin
reconocer mayormente el carácter utópico de sus propuestas. La utopía
permaneció fuera de la práctica artística, resultó ser sólo una categoría
estética, el producto de un análisis crítico “a posteriori”.
Las raíces espirituales del modernismo fueron ignoradas y
ridiculizadas, según lo ilustra el irónico comentario de Henry Miller sobre
una pintura constructiva de Torres-García, publicado en Tropic of Cancer.
La tecnología le había ganado la batalla a la gran espiritualidad.
Sólo Torres-García insistiría en recuperar la casi olvidada (y utópica)
aspiración de convertir al artista en un constructor del hombre arquetípico.
Hasta el primer cuarto del siglo XX, la palabra “vanguardia”
también se utilizó para caracterizar al creador de un arte comprometido con
la sociedad moderna. Esta aspiración por cubrir simultáneamente los frentes
ideológicos, políticos y artísticos no prosperaría en la Europa de
entreguerras. El muy citado discurso del poeta francés Louis Aragon en
favor del realismo socialista, marcaría una situación sin retorno. Las
consignas revolucionarias en defensa del arte abstracto habían quedado
atrás.
Una situación similar ocurrió en el Río de la Plata. La
propuesta de Torres-García de articular un movimiento sustentado sobre
cánones europeos y su constructivismo fue atacada por artistas
izquierdistas. En Argentina, Berni y Pettoruti utilizaron a la revista
Forma para defender, el primero, el nuevo realismo (socialista) y
reclamar, el segundo, por su derecho a la práctica de un arte sin
compromisos políticos. Una década después, convulsionados por la aparición
del peronismo, Tomás Maldonado y Alfredo Hlito, que habían enarbolado a la
abstracción como vehículo de transformación social, adhirieron al comunismo;
al poco tiempo se vieron obligados a abandonarlo ya que no había lugar en
ese partido para aquellos que se orientan hacia la evasión formalista
pura, como pontificaría Berni.
Buena parte del movimiento moderno abandonó la lucha
ideológica durante la segunda posguerra. Para Clement Greenberg, el arte
moderno plantea un problema estrictamente formal, sin lugar para la
espiritualidad. Barnett Newman, en cambio, reafirmó el contenido metafísico
del arte nuevo y celebró el surgimiento de un movimiento que —combinando la
escuela de los abstraccionistas puros con el mundo de sueños y del
subconsciente aportado por Dalí y Miró [5]—
había reinterpretado los valores visionarios y subjetivos del arte de
Oceanía y del surrealismo sin caer en trampas ilusionistas; un concepto
esencial del pensamiento torresgarciano
[6].
Michael Fried, por su parte, opuesto al formalismo a ultranza, señaló que si
bien los modernistas se fueron despreocupando del destino de su sociedad,
habían centrado su dialéctica en la vida misma, vivida
en un estado continuo de alerta intelectual y moral.
El receptor, figura clave
La popularidad alcanzada por el arte moderno no podría ser
atribuida sólo a estrategias destinadas a satisfacer necesidades de consumo
de la burguesía, falacia que nutre el pensamiento de algunos ideólogos
posmodernos, sino que responde a necesidades de sus receptores
(contempladores, coleccionistas, críticos, historiadores, etc.), que
intentan aprehender la creatividad y espiritualidad que expresan sus obras.
Para analizar esa conexión, se podría construir un lugar
virtual donde la obra y la imaginación del artista se entrecrucen con la
mirada del observador. Fueron los artistas simbolistas quienes reconocieron
esa necesidad y Paul Klee, años más tarde, sugirió la necesidad de un
espacio evocador donde el poder simbólico de la pintura se revierta sobre el
receptor y lo estimule a compartir sus vibraciones. Es el medio pictórico el
“objeto” que interactúa con la imaginación del receptor y responde a un modo
de aprehensión sensorial, pero en una forma que sobrepasa el conocimiento
empírico del observador.
Dee Reynolds desarrolló una teoría del espacio imaginario
[7] que
analiza la interacción entre el medio pictórico y la actividad imaginativa
del receptor. Para generalizar dicha teoría se han incorporado: primero, la
“presencia virtual” del artista en cada una de sus obras mediante el empleo
del concepto de “aura” —que caracteriza a la obra única— y que Benjamin
definiera como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana
que pueda estar)
[8];
segundo, el tiempo, que mide la evolución del proceso histórico del espacio
imaginario. El instante en que las primeras obras del artista fueron
expuestas marca el origen de la escala temporal. Resulta clave para esta
teoría la incorporación de las figuras del espacio imaginario ideal y
del receptor ideal, donde se considera a la obra como un elemento
autónomo sin atender a su desarrollo (los orígenes del artista, sus
escritos, etc.). Esto hace que los receptores ideales se confronten con el
medio pictórico sin preconceptos, con la libertad de un niño.
Utopía y modernidad en el Río de la Plata
Hacia comienzos del siglo XX, la cultura rioplatense fue coto
casi exclusivo de las elites locales, con lazos históricos y de sangre con
los patricios que actuaron en las guerras civiles. Los más
cosmopolitas—unitarios y colorados—mirando casi exclusivamente hacia Europa;
sus productos responden a lo que podría llamarse cultura-puerto. Por
otra parte, los blancos y federales reinvindicarían valores que se
identifican como cultura vernácula rioplatense.
La inmigración aportó un imaginario que reflejaba las
realidades de sus países de origen. En su mayoría, se trataba de
trabajadores y sus familias provenientes de países que, como España e
Italia, no habían recibido en forma directa los beneficios de la
Ilustración. Esos grupos inmigratorios aún vivían sujetos a regímenes
semi-feudales, más proclives a la acción política violenta (anarquismo) que
a la reflexión democrática y al ideario socialista que se afirmaba en los
países europeos más desarrollados.
Las primeras manifestaciones modernistas que aparecieron en
la década del 20 fueron combatidas tanto por los sectores más conservadores,
por los grupos nacionalistas, clericales y xenófobos, así como por las
izquierdas. Buena parte de esos artistas e intelectuales de avanzada se
refugiaron en cenáculos, como el de la revista Sur.
El pensamiento utópico en la región se desarrolló al margen
de las corrientes filosóficas positivistas dominantes. Se le atribuyeron a
lo esotérico, a lo hermético, a la astrología y a otras componentes de las
llamadas “ciencias ocultas” connotaciones peyorativas; en páginas
memorables, Arlt y Marechal contribuyeron a consolidar esas imágenes de
excentricidad. Ejemplos de esa exclusión fue la recepción inicial que tuvo
la obra de Jorge Luis Borges, y el desdén que despertaba Xul Solar.
Los jóvenes argentinos y uruguayos agrupados alrededor de la
revista Arturo (1944) consolidaron una vanguardia con ideología
marxista, que dió lugar al arte concreto y el Madí, y que se proyectaron
dentro del entorno sudamericano y europeo.
Para Octavio Paz
[9],
la falta de un pensamiento filosofico y crítico original en América Latina
refleja la ausencia, entre nosotros, de pensadores originales en el campo de
la filosofía y de la crítica. La crítica de arte que publicaba en los medios
masivos poco hizo para impulsar las manifestaciones vanguardistas de los ’20
y de los ’30. Una década después, la crítica argentina se revitalizó
alrededor de Aldo Pellegrini, Bajarlía y Romero Brest.
En Uruguay, en cambio, la lucha ideológica fue menos aguda,
por lo menos hasta fines de la década del 50, tal vez porque sus conflictos
políticos se habían resuelto de manera menos traumática que los de la ribera
opuesta.
Modelos y artistas: Torres-García, Xul Solar,
Esteban Lisa
Por cierto, en las décadas del 30 y 40 en el Río de la Plata
algunos de los artistas desconcertaron al público, caso Torres-García, cuya
actividad montevideana también se reflejaba en Buenos Aires. A Xul Solar se
lo percibía como una curiosidad, “un raro”. Esteban Lisa elaboraba, en
silencio, su abstracción vigorosa, que acompañaba con meditaciones
filosóficas. Sus presencias confirman la hipótesis adelantada por Berman, de
que el modernismo del subdesarrollo se vio obligado a basarse en fantasías y
sueños de modernidad, a nutrirse con espejismos y fantasmas. Y son esas
fantasías: las utopías, las que han alimentado a muchos artistas de la
periferia.
La ciencia moderna se ha valido de modelos simplificados para
interpretar las leyes del universo. Imponentes realizaciones tecnológicas se
realizaron aplicando la física clásica de Newton, dejando para la teoría de
la relatividad de Einstein la interpretación más precisa de fenómenos
planetarios y la creación del universo.
En los estudios históricos y sociales también se han
introducido modelos conceptuales. ¿Y porqué no considerar al “Manifiesto
Comunista” como un primer modelo interpretativo de la modernidad? También
se destaca el modelo de Alfred H. Barr Jr.—primer director del Museo de Arte
Moderno de Nueva York— que explicó, en un simple diagrama, el surgimiento de
las vertientes geométricas y expresivas del arte abstracto a partir de la
evolución de distintos “ismos”, modelo muy cuestionado por su
antihistoricidad.
Es posible construir modelos metafóricos que emulen el
accionar de esas figuras emblemáticas. Tomemos, como primer ejemplo al
maestro uruguayo, quien se propuso construir el hombre universal, el hombre
abstracto. Conectado con el inconsciente colectivo de culturas arcaicas,
Torres-García las integró con el mundo de la geometría; y esta es la razón
de ser de su constructivismo. Su energía desbordante se expresó en sus
pinturas, manifiestos, conferencias y publicaciones, aunque muchas veces
confundiría a aquellos seguidores que lo tomaron literalmente.
Incansable, ese artista trató de imponer su visión
neo-platónica del mundo en una sociedad que desconfiaba de su consignas
voluntaristas y su reiterada visión pastoral. Ya en su primer libro Notes
sobre art (1913)
[10],
al subrayar la diferencia que existe entre la pintura literaria (sostenida
por la anécdota) y la pintura plástica (que enfatiza la forma y el color),
Torres-García propuso que el artista contemporáneo abandone su bohemia,
romántica, individualista (esa visión del “artista maldito” que caracterizó
a Gauguin y Van Gogh) para transformarse en un artista-filósofo
creador de un arte superior, sustentado sobre la geometría.
A su generosidad como maestro se le oponían otras
características de su personalidad, controlada en gran parte por su carácter
saturnino
[11],
por su egocentrismo, por su orgullo, por su autoreconocida iracundia. A
Torres-García le resultaba difícil acceder continuamente a ese estado de
pureza y conexión espiritual que él propugnaba, limitación que desaparece
cuando se la analiza en términos de su arte. El proceso de producción de su
obra es un registro de angustiosos contrapuntos; pero en el acto de crear,
ese eterno inconformista superaba sus dogmas, sus contradicciones y sus
angustias y justifica su rol anticipado de modernista-transgresor,
que caracterizará al arte de la segunda mitad del siglo XX.
Ahora bien, ¿cómo pudo ese artista maduro enseñar, dictar y
escribir más de 500 conferencias; publicar libros de buen porte, folletos,
manifiestos y mantener abundante correspondencia, al mismo tiempo que
desarrollaba una copiosa producción artística? Él mismo brindó una respuesta
al describirse como un canal que registra la voz
que viene de otro lado, y, de ése, es imposible agotarla. Yo escucho y
repito, es todo. Además, yo obedezco.
Esta visión de un Torres-García canalizador del más allá,
brinda una explicación esotérica a su saga de artista-escritor. Y entonces
¿por qué no imaginarlo, con su profusa barba blanca, reinando en su Taller
como el planeta Saturno, con numerosos satélites (discípulos) orbitando a su
alrededor, sin posibilidad de escape?
Xul Solar fue un ser peculiar, producto de una mezcla
de razas y culturas
[12].
En su arte se entremezclan influencias de la vanguardia artística y cultural
europea, su orgullosa identidad de criollo, su vocación panamericana, su
universalidad, el ocultismo, la astrología. Él se había propuesto inventar
un mundo para su propio consumo, en el que conviven lenguaje, arquitectura,
arte, música, teatro, literatura, astrología, el pensamiento esotérico. Su
paso por la cultura argentina se asemeja al de un visionario que sobrevuela
una ciudad estrafalaria, montado en curioso helioplano, como lo registra su
emblemática Vuel Villa. ¿Serviría éste como modelo de su conducta, o
habría que proponer una órbitra planetaria, la trayectoria de un cometa, una
forma galáctica, acorde a sus aficciones?
Cualquiera de esas metáforas resultaría engañosa. La
singularidad de Xul Solar excluye la linealidad, la continuidad, la
previsibilidad; con su actitud irreverente, él propone, en lugar de una
unicidad canónica, la no complaciente multiplicidad. Es por ello que lo
imagino recorriendo el cosmos caminando sobre una cinta de Möbius.
Cuando un ser iluminado—parado sobre el lado exterior de esa
cinta— eleva su mirada, sus vibraciones se propagan hacia el espacio
exterior. Tras recorrer una vuelta completa, su cabeza apuntará hacia el
interior. Se han invertido los términos; la energía del caminante ya no se
expande hacia el cielo, permanece contenida en el interior de la cinta; esto
sugiere la presencia de una sima, un abismo. En un nuevo ciclo, esa
situación se revierte. Esa alternancia metafórica entre reinos de los cielos
y de los abismos implica que la experiencia utópica ha devenido en una
heterotopía (utopía negativa).
Las vivencias de Xul Solar confirman esa dualidad
existencial: niveles de gran resplandor y de obscuridad, de apertura gozosa
y de cerrazón, extroversión e introspección. Esa dualidad también aparece en
los diversos períodos de su arte, donde conviven ángeles y seres de rostros
adustos que el artista alterna con personajes burlones, seres-tronco,
serpientes, banderas, lanzas, mástiles, palabras. Y el acercamiento de Xul
Solar al ocultista Alastair Crowley, que aconteció en París
[13],
¿no sería acaso otro ejemplo de esa dualidad?
¿Sería Esteban Lisa un hermitaño, otro “raro”, como esos
personajes deambulantes, escondidos en una Buenos Aires secreta, con sus
mitos atrapados por los zaguanes? No, no fue el caso. Él no se escondía:
circulaba por las librerías, recorría exposiciones, propagaba sus ideas. A
su alrededor se formó un círculo de entusiastas decididos a compartir sus
enseñanzas. Para Lisa, el arte es una manera de expresar la unidad
sensible-temporal del hombre... Sin la acción de una educación
sensible para la liberación perceptiva, el acto de la percepción no tiene
sentido.
[14]
Su obra pictórica fue realizada en consonancia —e incluso se
adelantaría— al registro canónico de la historia de la abstracción, y lo
convierte en uno de los pioneros de la no-figuración latinoamericana.
Después de analizar sus lecturas, sus escritos y su extensa
biblioteca, José Emilio Burucúa concluía que, para Lisa, la aventura del
arte se relaciona mejor con el conocimiento lento, sistemático y callado del
yo y del mundo, en oposición a quienes, como Antonio Berni, procuraron
sustentar su arte en la reflexión psicológica y en la lucha política.
[15]
Si se quisiera proponer un modelo para Lisa, habría que tener
en cuenta que la puesta en valor de su obra comenzó en el instante en que se
la desempaquetó, a mediados de 1996, un hecho ocurrido mucho después de su
muerte. La aparición simultánea de ese conjunto de cartones pintados y
manchas sobre papeles es un caso arquetípico del espacio imaginario ideal,
donde sólo está presente la capacidad de esas pinturas para entrar en
resonancia con el sistema perceptivo de receptores que no han tenido la
posibilidad de asimilar su proceso de producción, que abarcó más de 40 años
de acción ininterrumpida.
Por esa suerte de epifanía, los receptores se enfrentaron con
un corpus de obra que aparecía como fruto de un único acto ciclópeo. La
energía acumulada durante tantos años se liberó en ese instante; fue una
suerte de explosión, un efecto big-bang, que se propagó hacia todas
las direcciones, metáfora que quizá ayude a comprender la rápida —e
inesperada— difusión de sus pinturas.
Globalidad y arte contemporáneo
La división del trabajo que dió lugar la producción
industrial, tal como lo muestra el avance alcanzado por la fotografía y
otros medios mecánicos de reproducción de la obra de arte, obligó a los
modernistas a remarcar lo excepcional y artesanal de su producción. Los
artistas contemporáneos están imponiendo otros puntos de vista. Al recorrer
sus exposiciones, junto a la escasa producción “tradicional” se observa, por
ejemplo, instalaciones, fotografías de grandes dimensiones, esculturas con
materiales novedosos, videos, experiencias grupales, la manipulación del
cuerpo como medio y como objeto, etc. Algunas obras nos remiten a otra
problemática, cercana a la que se experimenta en el teatro o en el cine. Lo
que la mayoría de estas manifestaciones poseen en común, es la carencia del
aura, propiedad vital del artefacto único.
¿Cuál sería entonces el papel del receptor ante esa
mutiplicidad de artefactos, medios, espacios, objetos seriados, actividades
grupales o individuales? Es difícil decirlo. Muchos expresan un asombro sin
límites, algunos adhieren a los nuevos formalismos, otros añoran esos
cuantos de energía contenidos en el aura de la obra, que señala la presencia
del artista, y que ha caracterizado al modernismo.
Si se concluye que el fin del arte moderno conllevaría la
desaparición del espacio imaginario, se caería en el riesgo de que el
receptor se transforme en un ente pasivo, marginado. Y si esto fuera así,
como el poder de decisión sobre lo que se muestra, (por ejemplo en las
Bienales, en Dokumenta, en megamuestras, etc.), y el control de los medios
de difusión son potestades casi exclusivas de los países centrales ¿no se
intensificaría el flujo cultural desde el centro hacia la periferia? y, como
lo advirtiera Marta Traba, ¿no peligrarían sus especificidades culturales?
No abundan las propuestas que replanteen la gestación
artística y un modelo ético dentro del marco de la globalización, y
muchísmos artistas jóvenes parten desde circunstancias exteriores hacia lo
concreto de la obra. A propósito de una encuesta publicada recientemente,
Jean-Christophe Ammann, director del Museo de Arte Moderno de
Frankfurt-am-Main, explica que, después del fin de las vanguardias
históricas, las tendencias predominantes, con su sensacionalismo tedioso,
son las que definen el escenario del arte, pero vislumbra un cambio de
tendencia.
[16] Por
su parte, para Dorothea Tanning, pintora que formó parte del movimiento
surrealista, el arte es y siempre será la balsa a la cual trepamos para
salvar nuestra cordura. No veo que pueda servir en el futuro para cualquier
otro propósito. Y esto también debería ser tenido en cuenta por el
artista contemporáneo, que debiera resistir a esas tendencias que lo aislan
del receptor.
Como ejemplo de cuál podría ser un camino a recorrer, se
analiza la obra de Guillermo Kuitca, que trabaja en Buenos Aires, y que
exhibe sólo en el exterior.
Tras repensar las imágenes reproducidas en una de las
publicaciones sobre el artista
[17],
se nos aparecen: habitaciones, seres diminutos, escenarios, camas, mapas,
ciudades, cementerios, alambres de púa, silencios, perspectivas, palabras,
manchas, colchones, vacíos, acumulaciones, espinas, sombras, escaleras,
serpientes, un corazón, más ciudades imaginarias, teatros, rizomas, conejos,
plantas de edificios, repeticiones, tramas, líneas en fuga, círculos,
huellas, hojas de ruta, más vacíos, una mano, botones, lágrimas, una cruz,
otros silencios. Esta enumeración conforma una suerte de taxonomía de las
pinturas de Kuitca.
Quizá taxonomía no sea la palabra más apropiada para
intentar un acercamiento a esa obra compleja; no se encuentra algo más
ajustado que se aproxime a esa multiplicidad de imágenes y actitudes frente
al mundo cotidiano, a las cosas elementales, a lo contemporáneo. Es que el
artista desata imágenes de un mundo de cosas banales —no por ello menos
terribles— y otras que no lo son. En esa enumeración está la clave de un
pensamiento que hace trizas lo canónico, lo estructurado, se evade de lo
contingente, crea un mundo de esoñaciones y lo proyecta desde una ciudad
casi aislada, casi tercermundista, engreida y autosuficiente, con espantosa
eficacia.
Es un universo que registra los pasos de un golem silencioso,
los humos de los crematorios, el terciopelo de las butacas y los dorados de
las óperas europeas, la angustiante cotidianidad, los delirantes planos de
color amarillo, los fuegos de abalorios, la persistencia de la memoria. Sus
series han sido registradas en formatos generosos. En algunas, repeticiones
obsesivas intentan archivar, sobre las pequeñas irregularidades del cotín,
una cosmología de itinerarios reales e imaginarios que conducen a mundos
casi innaccesibles. Es como si valiera la pena registrar —con la geometría
proyectiva utilizada por los geógrafos— un destino singular, un laberinto de
infinitos recorridos pintados con esmero, con nombres de lugares
minuciosamente elegidos, lugares que todos tendremos que recorrer un día.
Paul Klee, insuperable constructor de pequeñas utopías, de
kleine Welten (pequeños mundos), ya en 1912 planteaba que la modernidad
no es otra cosa que la descarga de la individualidad. En este terreno
nuevo, explicaba Klee, hasta las repeticiones pueden expresar una
nueva especie de originalidad y convertirse en formas inéditas del yo.
Al aligerarse de sus imágenes, al expulsarlas, Kuitca —producto de una
cultura donde se mezcla lo telúrico con lo metafísico, la horizontalidad de
la pampa con ancestrales componentes centro-europeas— redime esa necesidad
primaria y esencial, y reinstala en la problemática del arte contemporáneo
las consignas éticas y espirituales que identifican al arte de la
modernidad.
Un
comentario final
La potencia de un pensamiento filosófico radica en la manera
en que es transmitido por la palabra escrita y su comunicación oral, y así
ha sucedido a través de generaciones. Las prácticas de las vanguardias se
habían caracterizado por su inventiva formal y fidelidad a ideales utópicos
y éticos y sus productos y son portadoras, a través de su aura, de la
presencia imanente de su creador. Esta visión de mundo no es compartida por
la generación actual, donde el artista asume, en muchos casos, la “carrera
de artista” como una profesión liberal más, sometido a las reglas de un
mercado que presiona y genera “tendencias” que se autoconsumen rápidamente,
para satisfacer una demanda de “artefactos”, que se cubre, a veces, bajo el
eufemismo del “coleccionismo joven”, y requerida, en otros, por quienes los
utilizan como vidrieras de sus propios egos.
Una lectura de los procesos creativos de nuestros maestros
les permitiría a los artistas jóvenes obtener conclusiones útiles sobre las
motivaciones que condujeron a esas utopías, y revalorar el sentido ético de
la creación artística. Este crecimiento espiritual reclamado por un abanico
de artistas, desde Kandinsky hasta Kuitca, enriquecerá a las nuevas
generaciones de receptores y artistas reforzando, al mismo tiempo, la
posición de nuestra cultura en el proceso de globalización. Si se avanzara
en tal sentido, se habrían dado pasos concretos hacia la consolidación de
ese espacio imaginario de contemplación y reflexión que requiere con
urgencia el arte contemporáneo.
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