Utopía, modernidad y arte joven en el Río de la Plata

Mario H. Gradowczyk

mgrado@interlink.com.ar

 

La Universidad de Texas en Austin organizó, en octubre de 1975, un doble evento literario y plástico y la exposición: “12 artistas latinoamericanos de hoy”. El simposio dedicado a la plástica, “El artista latinoamericano y su identidad[1], contribuyó al surgimiento del arte latinoamericano a escala internacional. A los 25 años de su realización, en pleno proceso de globalización, resulta apropiado analizar contribuciones rioplatenses en el contexto de los paradigmas que aún rigen en la historia oficial del arte moderno, y esbozar de qué manera sus enseñanzas podrían repercutir en el arte contemporáneo.

 

 

Actualidad de la vanguardia

El nuevo milenio encuentra a un mundo inmerso en el proceso de globalización que cada vez más se asemeja al de una rueda de bicicleta, cuyos rayos (la periferia) convergen hacia el cubo central[2]. Asoma una cultura planetaria que jaquea a la de los países periféricos y que convierte en realidad la visión premonitoria de Karl Marx: la producción intelectual de un país se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan día tras día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.[3] Más de un siglo después, Marta Traba advertía sobre los peligros de una cultura global o planetaria que convierte al artista en un productor no diferenciado, que sólo atiende los pedidos de la superestructura cultural que le da salida en el mercado, lo obliga a cambiar de acuerdo a las expectativas, garantiza su circulación y promete el alza de sus cotizaciones... Esto equivale a renunciar al arte como ficción, como metáfora. A ese proceso se llega, según Traba,  porque las vanguardias no han trabajado como avanzadas de un proyecto cultural, sino como emisarios de la cultura planetaria, de la que los artistas latinoamericanos han sido excluidos.

La verificación de ambas hipótesis está generando una situación crítica, particularmente en aquellos países que carecen de una intelligensia capaz de interpretar el rumbo que impone la globalización, y cuya clase dirigente ignora que la cultura puede convertirse en herramienta para el desarrollo.

El lograr un reconocimiento internacional de los valores histórico-culturales de cada nación equivaldría a transformar el carácter autoreferencial de las utopías. Con esto no se propone alcanzar el glorioso destino vislumbrado por nuestra generación del Centenario; por el contrario, lo que se plantea es lograr un nivel de autoestima que disipe las frustraciones que la globalización conlleva y que desmarca a creadores y receptores de la periferia. Para alcanzarlo se propone impulsar un mejor conocimiento de las vanguardias históricas locales, reinvindicar ese imaginario donde yacen paisajes olvidados, metáforas perdidas, héroes descabezados. En otras palabras, recuperar el peso del pasado en el ahora.

En el arte de hoy, nos encontramos, de acuerdo a Arthur Danto, con la  poshistoria del arte, a partir de la cual se está creando un arte más allá de la narrativa que finaliza con el modernismo. Las premisas contestatarias están siendo reemplazadas, en muchos casos, por consignas que expresan las necesidades específicas de diversos grupos, donde —parafraseando la canción infantil—  cada cual atiende su juego.

Según Marshall Berman, vivimos en una edad moderna que ha perdido el contacto con las raíces de la modernidad. Por su parte, Eric J. Hobsbawm apunta que, al final del siglo XX, los jóvenes crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica con el pasado del tiempo en que viven. Y si lo que se busca es la  sobrevida del arte como una práctica cultural independiente, resulta imperioso retomar ese contacto con la historia, no ya como un repositario de formas o de métodos, sino por lo que nos enseña sobre la conducta ética, dedicación, sentido moral, solidaridad.

Los cuestionamientos recientes a la globalización encuentran antecedente en la propuesta lanzada por Traba para que el arte latinoamericano se convierta en un arte de la resistencia y que cumpla una función epistemológica y un servicio político. Si se acepta que la globalización es consecuencia ineluctable del desarrollo histórico —según lo enseña el marxismo— resultaría difícil imaginar que nuestra identidad se afirme acentuando su marginalidad. Así, sólo se profundizaría el aislamiento. Por el contrario, esta batalla podría ser ganada por aquellos creadores de un arte enraizado en sus propios orígenes, que se proyecte tanto hacia el centro como hacia la periferia, haciendo realidad una consigna lanzada por Xul Solar: Nuestro (patriotismo?) es encontrar el más alto ideal posible de humanidá —realizarlo y extenderlo al mundo.

 

 

Vanguardias: utopía e ideología 

La problemática generada por el arte contemporáneo nos conduce a continuas reflexiones sobre ¿qué es el arte?, ¿por qué se hace?¿para quién se hace? Para encontrar respuestas traslademos nuestro espacio de reflexión a la Europa de mediados del siglo XIX, cuando la “modernidad” surgía de la mano de una burguesía poderosa que instauró las libertades políticas, renovó la retícula urbana y creó la ciencia y la tecnología que consolidaron la revolución industrial.

El reconocimiento de la posibilidad de crear contenidos fuera del marco de la representación del mundo exterior nació con la modernidad. El positivismo decimonónico de la burguesía ilustrada sería cuestionado desde aquellas concepciones que rescataban los valores espirituales y cósmicos de la humanidad, entre los que se señala al movimiento teosófico, muy ligado al arte simbolista. Su difusión contribuyó en buena medida al surgimiento de la abstracción, y la pintura se emancipó del ilusionismo y de lo literario. Se iniciaba una nueva manera de expresar los procesos inconscientes del artista, esa necesidad interior expresada por Kandinsky, para quien la nueva pintura  está en relación orgánica directa con la ya iniciada construcción de un nuevo reino espiritual, pues este espíritu es el alma de la época de la gran espiritualidad [4].

El arte moderno activó la polisemia de una palabra clave que lo identifica: utopía. Pese al significado peyorativo y descalificador que le otorgó la izquierda a esa palabra, la historia del modernismo es un raconto ordenado de sus utopías. Los primeros abstractos —Kandinsky, Kupka, Malevich y Mondrian— acompañaron su práctica artística con estudios basados en la filosofía, la metafísica, la estética, la ética, sintetizados en textos que refuerzan el contenido utópico de sus propuestas. Esa aparición del artista-escritor le confiere al modernismo carácter singular. Torres-García fue uno de los primeros en subrayar la diferencia que existe entre el literato y el artista, mientras que Kandinsky también advertía sobre el peligro que acarrearían tales explicaciones.

Habría que apuntar que, desde la óptica del artista moderno, sus realizaciones respondían a necesidades concretas de invención sin reconocer mayormente el carácter utópico de sus propuestas. La utopía permaneció fuera de la práctica artística, resultó ser sólo una categoría estética, el producto de un análisis crítico “a posteriori”.

Las raíces espirituales del modernismo fueron ignoradas y ridiculizadas, según lo ilustra el irónico comentario de Henry Miller sobre una pintura constructiva de Torres-García, publicado en Tropic of Cancer. La tecnología le había ganado la batalla a la gran espiritualidad. Sólo Torres-García insistiría en recuperar la casi olvidada (y utópica) aspiración de convertir al artista en un constructor del hombre arquetípico.

Hasta el primer cuarto del siglo XX, la palabra “vanguardia” también se utilizó para caracterizar al creador de un arte comprometido con la sociedad moderna. Esta aspiración por cubrir simultáneamente los frentes ideológicos, políticos y artísticos no prosperaría en la Europa de entreguerras.  El muy citado discurso del poeta francés Louis Aragon en favor del realismo socialista, marcaría una situación sin retorno. Las consignas revolucionarias en defensa del arte abstracto habían quedado atrás.

Una situación similar ocurrió en el Río de la Plata. La propuesta de Torres-García de articular un movimiento sustentado sobre cánones europeos y su constructivismo fue atacada por artistas izquierdistas. En Argentina, Berni y Pettoruti utilizaron a la revista Forma para defender, el primero, el nuevo realismo (socialista) y reclamar, el segundo, por su derecho a la práctica de un arte sin compromisos políticos. Una década después, convulsionados por la aparición del peronismo, Tomás Maldonado y Alfredo Hlito, que habían enarbolado a la abstracción como vehículo de transformación social, adhirieron al comunismo; al poco tiempo se vieron obligados a abandonarlo ya que no había lugar en ese partido para aquellos que se orientan hacia la evasión formalista pura, como pontificaría Berni.

Buena parte del movimiento moderno abandonó la lucha ideológica durante la segunda posguerra. Para Clement Greenberg, el arte moderno plantea un problema estrictamente formal, sin lugar para la espiritualidad. Barnett Newman, en cambio, reafirmó el contenido metafísico del arte nuevo y celebró el surgimiento de un movimiento que —combinando la escuela de los abstraccionistas puros con el mundo de sueños y del subconsciente aportado por Dalí y Miró [5]— había reinterpretado los valores visionarios y subjetivos del arte de Oceanía y del surrealismo sin caer en trampas ilusionistas; un concepto esencial del pensamiento torresgarciano [6]. Michael Fried, por su parte, opuesto al formalismo a ultranza, señaló que si bien los modernistas se fueron despreocupando del destino de su sociedad, habían centrado su dialéctica en la vida misma, vivida en un estado continuo de alerta intelectual y moral.

 

 

El receptor, figura clave

La popularidad alcanzada por el arte moderno no podría ser atribuida sólo a estrategias destinadas a satisfacer necesidades de consumo de la burguesía, falacia que nutre el pensamiento de algunos ideólogos posmodernos, sino que responde a necesidades de sus receptores (contempladores, coleccionistas, críticos, historiadores, etc.), que intentan aprehender la creatividad y espiritualidad que expresan sus obras.

Para analizar esa conexión, se podría construir un lugar virtual donde la obra y la imaginación del artista se entrecrucen con la mirada del observador. Fueron los artistas simbolistas quienes reconocieron esa necesidad y Paul Klee, años más tarde, sugirió la necesidad de un espacio evocador donde el poder simbólico de la pintura se revierta sobre el receptor y lo estimule a compartir sus vibraciones. Es el medio pictórico el “objeto” que interactúa con la imaginación del receptor y responde a un modo de aprehensión sensorial, pero en una forma que sobrepasa el conocimiento empírico del observador.

Dee Reynolds desarrolló una teoría del espacio imaginario [7] que analiza la interacción entre el medio pictórico y la actividad imaginativa del receptor. Para generalizar dicha teoría se han incorporado: primero, la “presencia virtual” del artista en cada una de sus obras mediante el empleo del concepto de “aura” —que caracteriza a la obra única— y que Benjamin definiera como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar) [8]; segundo, el tiempo, que mide la evolución del proceso histórico del espacio imaginario. El instante en que las primeras obras del artista fueron expuestas marca el origen de la escala temporal. Resulta clave para esta teoría la incorporación de las figuras del espacio imaginario ideal y del receptor ideal, donde se considera a la obra como un elemento autónomo sin atender a su desarrollo (los orígenes del artista, sus escritos, etc.). Esto hace que los receptores ideales se confronten con el medio pictórico sin preconceptos, con la libertad de un niño.

 

 

Utopía y modernidad en el Río de la Plata

Hacia comienzos del siglo XX, la cultura rioplatense fue coto casi exclusivo de las elites locales, con lazos históricos y de sangre con los patricios que actuaron en las guerras civiles. Los más cosmopolitas—unitarios y colorados—mirando casi exclusivamente hacia Europa; sus productos responden a lo que podría llamarse cultura-puerto. Por  otra parte, los blancos y federales reinvindicarían valores que se identifican como cultura vernácula rioplatense.

La inmigración aportó un imaginario que reflejaba las realidades de sus países de origen. En su mayoría, se trataba de trabajadores y sus familias provenientes de países que, como España e Italia, no habían recibido en forma directa los beneficios de la Ilustración. Esos grupos inmigratorios aún vivían sujetos a regímenes semi-feudales, más proclives a la acción política violenta (anarquismo) que a la reflexión democrática y al ideario socialista que se afirmaba en los países europeos más desarrollados.

Las primeras manifestaciones modernistas que aparecieron en la década del 20 fueron combatidas tanto por los sectores más conservadores, por los grupos nacionalistas, clericales y xenófobos, así como por las izquierdas. Buena parte de esos artistas e intelectuales de avanzada se refugiaron en cenáculos, como el de la revista Sur.

El pensamiento utópico en la región se desarrolló al margen de las corrientes filosóficas positivistas dominantes. Se le atribuyeron a lo esotérico, a lo hermético, a  la astrología y a otras componentes de las llamadas “ciencias ocultas” connotaciones peyorativas; en páginas memorables, Arlt y Marechal contribuyeron a consolidar esas imágenes de excentricidad. Ejemplos de esa exclusión fue la recepción inicial que tuvo la obra de Jorge Luis Borges, y el desdén que despertaba Xul Solar.

Los jóvenes argentinos y uruguayos agrupados alrededor de la revista Arturo (1944) consolidaron una vanguardia con ideología marxista, que dió lugar al arte concreto y el Madí, y que se proyectaron dentro del entorno sudamericano y europeo.

Para Octavio Paz [9], la falta de un pensamiento filosofico y crítico original en América Latina refleja la ausencia, entre nosotros, de pensadores originales en el campo de la filosofía y de la crítica. La crítica de arte que publicaba en los medios masivos poco hizo para impulsar las manifestaciones vanguardistas de los ’20 y de los ’30. Una década después, la crítica argentina se revitalizó alrededor de Aldo Pellegrini, Bajarlía y Romero Brest.

En Uruguay, en cambio, la lucha ideológica fue menos aguda, por lo menos hasta fines de la década del 50, tal vez porque sus conflictos políticos se habían resuelto de manera menos traumática que los de la ribera opuesta.

 

 

Modelos y artistas: Torres-García, Xul Solar, Esteban Lisa

Por cierto, en las décadas del 30  y 40 en el Río de la Plata algunos de los artistas desconcertaron al público, caso Torres-García, cuya actividad montevideana también se reflejaba en Buenos Aires. A Xul Solar se lo percibía como una curiosidad, “un raro”. Esteban Lisa elaboraba, en silencio, su abstracción vigorosa, que acompañaba con meditaciones filosóficas. Sus presencias confirman la hipótesis adelantada por Berman, de que el modernismo del subdesarrollo se vio obligado a basarse en fantasías y sueños de modernidad, a nutrirse con espejismos y fantasmas. Y son esas fantasías: las utopías, las que han alimentado a muchos artistas de la periferia.

La ciencia moderna se ha valido de modelos simplificados para interpretar las leyes del universo. Imponentes realizaciones tecnológicas se realizaron aplicando la física clásica de Newton, dejando para la teoría de la relatividad de Einstein la interpretación más precisa de fenómenos planetarios y la creación del universo.

En los estudios históricos y sociales también se han introducido modelos conceptuales. ¿Y porqué no considerar al “Manifiesto Comunista” como un primer modelo interpretativo de la modernidad?  También se destaca el modelo de Alfred H. Barr Jr.—primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York— que explicó, en un simple diagrama, el surgimiento de las vertientes geométricas y expresivas del arte abstracto a partir de la evolución de distintos “ismos”, modelo muy cuestionado por su antihistoricidad.

Es posible construir modelos metafóricos que emulen el accionar de esas figuras emblemáticas. Tomemos, como primer ejemplo al maestro uruguayo, quien se propuso construir el hombre universal, el hombre abstracto. Conectado con el inconsciente colectivo de culturas arcaicas, Torres-García las integró con el mundo de la geometría; y esta es la razón de ser de su constructivismo. Su energía desbordante se expresó en sus pinturas, manifiestos, conferencias y publicaciones, aunque muchas veces confundiría a aquellos seguidores que lo tomaron literalmente.

Incansable, ese artista trató de imponer su visión neo-platónica del mundo en una sociedad que desconfiaba de su consignas voluntaristas y su reiterada visión pastoral. Ya en su primer libro Notes sobre art (1913) [10], al subrayar la diferencia que existe entre la pintura literaria (sostenida por la anécdota) y la pintura plástica (que enfatiza la forma y el color), Torres-García propuso que el artista contemporáneo abandone su bohemia, romántica, individualista (esa visión del “artista maldito” que caracterizó a Gauguin y Van Gogh) para transformarse en un artista-lósofo creador de un arte superior, sustentado sobre la geometría.

A su generosidad como maestro se le oponían otras características de su personalidad, controlada en gran parte por su carácter saturnino [11], por su egocentrismo, por su orgullo, por su autoreconocida iracundia. A Torres-García le resultaba difícil acceder continuamente a ese estado de pureza y conexión espiritual que él propugnaba, limitación que desaparece cuando se la analiza en términos de su arte. El proceso de producción de su obra es un registro de angustiosos contrapuntos; pero en el acto de crear, ese eterno inconformista superaba sus dogmas, sus contradicciones y sus angustias y justifica su rol anticipado de modernista-transgresor, que caracterizará al arte de la segunda mitad del siglo XX.

Ahora bien, ¿cómo pudo ese artista maduro enseñar, dictar y escribir más de 500 conferencias; publicar libros de buen porte, folletos, manifiestos y mantener abundante correspondencia, al mismo tiempo que desarrollaba una copiosa producción artística? Él mismo brindó una respuesta al describirse como un canal que registra la voz que viene de otro lado, y, de ése, es imposible agotarla. Yo escucho y repito, es todo. Además, yo obedezco.

Esta visión de un Torres-García canalizador del más allá, brinda una explicación esotérica a su saga de artista-escritor. Y entonces ¿por qué no imaginarlo, con su profusa barba blanca, reinando en su Taller como el planeta Saturno, con numerosos satélites (discípulos) orbitando a su alrededor, sin posibilidad de escape?

Xul Solar fue un ser peculiar, producto de una mezcla de razas y culturas [12]. En su arte se entremezclan influencias de la vanguardia artística y cultural europea, su orgullosa identidad de criollo, su vocación panamericana, su universalidad, el ocultismo, la astrología. Él se había propuesto inventar un mundo para su propio consumo, en el que conviven lenguaje, arquitectura, arte, música, teatro, literatura, astrología, el pensamiento esotérico. Su paso por la cultura argentina se asemeja al de un visionario que sobrevuela una ciudad estrafalaria, montado en curioso helioplano, como lo registra su emblemática Vuel Villa. ¿Serviría éste como modelo de su conducta, o habría que proponer una órbitra planetaria, la trayectoria de un cometa, una forma galáctica, acorde a sus aficciones?

Cualquiera de esas metáforas resultaría engañosa. La singularidad de Xul Solar excluye la linealidad, la continuidad, la previsibilidad; con su actitud irreverente, él propone, en lugar de una unicidad canónica, la no complaciente multiplicidad. Es por ello que lo imagino recorriendo el cosmos caminando sobre una cinta de Möbius.

Cuando un ser iluminado—parado sobre el lado exterior de esa cinta— eleva su mirada, sus vibraciones se propagan hacia el espacio exterior. Tras recorrer una vuelta completa, su cabeza apuntará hacia el interior. Se han invertido los términos; la energía del caminante ya no se expande hacia el cielo, permanece contenida en el interior de la cinta; esto sugiere la presencia de una sima, un abismo. En un nuevo ciclo, esa situación se revierte. Esa alternancia metafórica entre reinos de los cielos y de los abismos implica que la experiencia utópica ha devenido en una heterotopía (utopía negativa).

Las vivencias de Xul Solar confirman esa dualidad existencial: niveles de gran resplandor y de obscuridad, de apertura gozosa y de cerrazón, extroversión e introspección. Esa dualidad también aparece en los diversos períodos de su arte, donde conviven ángeles y seres de rostros adustos que el artista alterna con personajes burlones, seres-tronco, serpientes, banderas, lanzas, mástiles, palabras.  Y el acercamiento de Xul Solar al ocultista Alastair Crowley, que aconteció en París [13], ¿no sería acaso otro ejemplo de esa dualidad?

¿Sería Esteban Lisa un hermitaño, otro “raro”, como esos personajes deambulantes, escondidos en una Buenos Aires secreta, con sus mitos atrapados por los zaguanes? No, no fue el caso. Él no se escondía: circulaba por las librerías, recorría exposiciones, propagaba sus ideas. A su alrededor se formó un círculo de entusiastas decididos a compartir sus enseñanzas. Para Lisa, el arte es una manera de expresar la unidad sensible-temporal del hombre...  Sin la acción de una educación sensible para la liberación perceptiva, el acto de la percepción no tiene sentido. [14]

Su obra pictórica fue realizada en consonancia —e incluso se adelantaría— al registro canónico de la historia de la abstracción, y lo convierte en uno de los pioneros de la no-figuración latinoamericana.

Después de analizar sus lecturas, sus escritos y su extensa biblioteca, José Emilio Burucúa concluía que, para Lisa, la  aventura del arte se relaciona mejor con el conocimiento lento, sistemático y callado del yo y del mundo, en oposición a quienes, como Antonio Berni, procuraron sustentar su arte en la reflexión psicológica y en la lucha política. [15]

Si se quisiera proponer un modelo para Lisa, habría que tener en cuenta que la puesta en valor de su obra comenzó en el instante en que se la desempaquetó, a mediados de 1996, un hecho ocurrido mucho después de su muerte. La aparición simultánea de ese conjunto de cartones pintados y manchas sobre papeles es un caso arquetípico del espacio imaginario ideal, donde sólo está presente la capacidad de esas pinturas para entrar en resonancia con el sistema perceptivo de receptores que no han tenido la posibilidad de asimilar su proceso de  producción, que abarcó más de 40 años de acción ininterrumpida.

Por esa suerte de epifanía, los receptores se enfrentaron con un corpus de obra que aparecía como fruto de un único acto ciclópeo. La energía acumulada durante tantos años se liberó en ese instante; fue una suerte de explosión, un efecto big-bang, que se propagó hacia todas las direcciones, metáfora que quizá ayude a comprender la rápida —e inesperada— difusión de sus pinturas.

 

 

Globalidad y arte contemporáneo

La división del trabajo que dió lugar la producción industrial, tal como lo muestra el avance alcanzado por la fotografía y otros medios mecánicos de reproducción de la obra de arte, obligó a los modernistas a remarcar lo excepcional y artesanal de su producción. Los artistas contemporáneos están imponiendo otros puntos de vista. Al recorrer sus exposiciones, junto a la escasa producción “tradicional” se observa, por ejemplo, instalaciones, fotografías de grandes dimensiones, esculturas con materiales novedosos, videos, experiencias grupales, la manipulación del cuerpo como medio y como objeto, etc. Algunas obras nos remiten a otra problemática, cercana a la que se experimenta en el teatro o en el cine. Lo que la mayoría de estas manifestaciones poseen en común, es la carencia del aura, propiedad vital del artefacto único.

¿Cuál sería entonces el papel del receptor ante esa mutiplicidad de artefactos, medios, espacios, objetos seriados, actividades grupales o individuales? Es difícil decirlo. Muchos expresan un asombro sin límites, algunos adhieren a los nuevos formalismos, otros añoran esos cuantos de energía contenidos en el aura de la obra, que señala la presencia del artista, y que ha caracterizado al modernismo.

Si se concluye que el fin del arte moderno conllevaría la desaparición del espacio imaginario, se caería en el riesgo de que el receptor se transforme en un ente pasivo, marginado. Y si esto fuera así, como el poder de decisión sobre lo que se muestra, (por ejemplo en las Bienales, en Dokumenta, en megamuestras, etc.), y el control de los medios de difusión son potestades casi exclusivas de los países centrales ¿no se intensificaría el flujo cultural desde el centro hacia la periferia? y, como lo advirtiera Marta Traba, ¿no peligrarían sus especificidades culturales?

No abundan las propuestas que replanteen la gestación artística y un modelo ético dentro del marco de la globalización, y muchísmos artistas jóvenes parten desde circunstancias exteriores hacia lo concreto de la obra. A propósito de una encuesta publicada recientemente, Jean-Christophe Ammann, director del Museo de Arte Moderno de Frankfurt-am-Main, explica que, después del fin de las vanguardias históricas, las tendencias predominantes, con su sensacionalismo tedioso, son las que definen el escenario del arte, pero vislumbra un cambio de tendencia. [16] Por su parte, para Dorothea Tanning, pintora que formó parte del movimiento surrealista, el arte es y siempre será la balsa a la cual trepamos para salvar nuestra cordura. No veo que pueda servir en el futuro para cualquier otro propósito. Y esto también debería ser tenido en cuenta por el artista contemporáneo, que debiera resistir a esas tendencias que lo aislan del receptor.

Como ejemplo de cuál podría ser un camino a recorrer, se analiza la obra de Guillermo Kuitca, que trabaja en Buenos Aires, y que exhibe sólo en el exterior. 

Tras repensar las imágenes reproducidas en una de las publicaciones sobre el artista [17], se nos aparecen: habitaciones, seres diminutos, escenarios, camas, mapas, ciudades, cementerios, alambres de púa, silencios, perspectivas, palabras, manchas, colchones, vacíos, acumulaciones, espinas, sombras, escaleras, serpientes, un corazón, más ciudades imaginarias, teatros, rizomas, conejos, plantas de edificios, repeticiones, tramas, líneas en fuga, círculos, huellas, hojas de ruta, más vacíos, una mano, botones, lágrimas, una cruz, otros silencios. Esta enumeración conforma una suerte de taxonomía de las pinturas de Kuitca.

Quizá  taxonomía no sea la palabra más apropiada para intentar un acercamiento a esa obra compleja; no se encuentra algo más ajustado que se aproxime a esa multiplicidad de imágenes y actitudes frente al mundo cotidiano, a las cosas elementales, a lo contemporáneo. Es que el artista desata imágenes de un mundo de cosas banales —no por ello menos terribles— y otras que no lo son. En esa enumeración está la clave de un pensamiento que hace trizas lo canónico, lo estructurado, se evade de lo contingente, crea un mundo de esoñaciones y lo proyecta desde una ciudad casi aislada, casi tercermundista, engreida y autosuficiente, con espantosa eficacia.

Es un universo que registra los pasos de un golem silencioso, los humos de los crematorios, el terciopelo de las butacas y los dorados de las óperas europeas, la angustiante cotidianidad, los delirantes planos de color amarillo, los fuegos de abalorios, la persistencia de la memoria. Sus series han sido registradas en formatos generosos. En algunas, repeticiones obsesivas intentan archivar, sobre las pequeñas irregularidades del cotín, una cosmología de itinerarios reales e imaginarios que conducen a mundos casi innaccesibles. Es como si valiera la pena registrar —con la geometría proyectiva utilizada por los geógrafos— un destino singular, un laberinto de infinitos recorridos pintados con esmero, con nombres de lugares minuciosamente elegidos, lugares que todos tendremos que recorrer un día.

Paul Klee, insuperable constructor de pequeñas utopías, de kleine Welten (pequeños mundos), ya en 1912 planteaba que la modernidad no es otra cosa que la descarga de la individualidad. En este terreno nuevo, explicaba Klee, hasta las repeticiones pueden expresar una nueva especie de originalidad y convertirse en formas inéditas del yo. Al aligerarse de sus imágenes, al expulsarlas, Kuitca —producto de una cultura donde se mezcla lo telúrico con lo metafísico, la horizontalidad de la pampa con ancestrales componentes centro-europeas— redime esa necesidad primaria y esencial, y reinstala en la problemática del arte contemporáneo las consignas éticas y espirituales que identifican al arte de la modernidad.

 

 

Un comentario final

La potencia de un pensamiento filosófico radica en la manera en que es transmitido por la palabra escrita y su comunicación oral, y así ha sucedido a través de generaciones. Las prácticas de las vanguardias se habían caracterizado por su inventiva formal y fidelidad a ideales utópicos y éticos y sus productos y son portadoras, a través de su aura, de la presencia imanente de su creador. Esta visión de mundo no es compartida por la generación actual, donde el artista asume, en muchos casos, la “carrera de artista” como una profesión liberal más, sometido a las reglas de un mercado que presiona y genera “tendencias” que se autoconsumen rápidamente, para satisfacer una demanda de “artefactos”, que se cubre, a veces, bajo el eufemismo del “coleccionismo joven”, y  requerida, en otros, por quienes los utilizan como vidrieras de sus propios egos.

Una lectura de los procesos creativos de nuestros maestros les permitiría a los artistas jóvenes obtener conclusiones útiles sobre las motivaciones que condujeron a esas utopías, y revalorar el sentido ético de la creación artística. Este crecimiento espiritual reclamado por un abanico de artistas, desde Kandinsky hasta Kuitca, enriquecerá a las nuevas generaciones de receptores y artistas reforzando, al mismo tiempo, la posición de nuestra cultura en el proceso de globalización. Si se avanzara en tal sentido, se habrían dado pasos concretos hacia la consolidación de ese espacio imaginario de contemplación y reflexión que requiere con urgencia el arte contemporáneo.

 

 

 

[1]  En ese Simposio participaron, además de Damián Bayón —su coordinador— Octavio Paz, Dore Ashton, Aracy Amaral, Kazuya Sakai, Helen Escobedo, Fernando de Szyszlo, Bárbara Duncan y los desaparecidos Marta Traba, Juan Acha, Stanton Catlin, Rufino Tamayo y Donald Goodall. Un listado completo de participantes, ponencias y discusiones se publicaron en Damián Bayón, El artista latinoamericano y su identidad, Monte Avila, Caracas, 1977.

[2] Esta metáfora de la rueda de la bicicleta fue introducida por Miguel Centeno, Universidad de Princeton, véase Claudo Iván Remeseira, Los nuevos protestantes de la era global, La Nación, Enfoques, octubre 29, 2000, p. 4.

[3] Manifiesto del Partido Comunista, Panamericana, Bogotá, 1997, p. 23.

[4] Vasily Kandinsky, De lo espiritual en el arte, La nave de los locos, Premià, México, 1981.p. 120.

[5] B. Newman, Sobre el arte moderno: examen y ratificación, La Revista Belga, Nueva York, noviembre 1944. Publicado en su versión original: On Modern Art: Inquiry and Confirmation, Barnett Newman Selected Writings and Interviews, edited by John P. O’Neill, University of California Press, Berkeley, 1992, p. 69.

[6] Michael Leja (Reframing Abstract Expressionism. Subjectivity and Painting in the 1940s, Yale, New Haven, 1993, pp. 90-91). se preguntaba si la omisión perpetuada por Newman a la estética de Torres-García en su artículo de la Revista Belga fue tan sólo falta de oportunidad, o porque la similitud entre la obra del uruguayo con la de su amigo Adolph Gottlieb era demasiado obvia.

[7] Dee Reynolds, Symbolist aesthetics and early abstract art. Sites of imaginary space, Cambridge University Press, Cambridge, 1995.

[8] Cabría también asignarle al “aura” su connotación hermética: es el halo energético que circunda al objeto y que evidencia la presencia del autor.

[9] Publicado en D. Bayón, El artista latinoamericano y su identidad, op. cit.

[10] J. Torres-García, Notes sobre art, Rafael Massó, Girona, 1913.

[11] El dios Cronos/Saturno, en las mitologías griega/romana, simboliza al héroe civilizador, aquel que enseña la cultura en la tierra y nos libera de nuestras ataduras terrestres. Como reacción a situaciones afectivas de frustración, Saturno conduce a una exasperación de la avidez en sus diferentes formas: ambición, erudición, celos, avaricia, etc., recuperando el aspecto canibalista que le confiere la mitología griega (Cronos), como devorador de sus propios hijos. Cronos es el soberano incapaz de adaptarse a la evolución de la vida y de la sociedad, él no concibe otra sociedad que la suya.

[12] El padre de Xul Solar fue el ingeniero Emilio Schulz (1853-1925), alemán de Riga, y su madre Agustina Solari (1865-1959), una italiana de Rovereto, ambos inmigrantes.

[13] El encuentro entre Xul Solar y Crowley se produjo en París, en 1924, muy poco antes de su regreso a Buenos Aires. (La documentación probatoria se encuentra en el archivo de la Fundación Pan Klub, Buenos Aires.)

[14] Esteban Lisa, Teoría psicofísica cuatridimensional, Escuela de Arte Moderno “Las Cuatro Dimensiones”, Buenos Aires, 1957.

[15] José Emilio Burucúa, La biblioteca de Esteban Lisa, los libros y las ideas de un pintor, publicado en Esteban Lisa, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, julio de 1999, pp. 46-58.

[16]  The Art Newspaper, Nº 97, February 2000, p. 4.

[17] Guillermo Kuitca. Obras 1982-1998. Conversaciones con Graciela Speranza, Grupo Editorial Norma, Bogotá, 1998.

 

 

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