MIGUEL BRIANTE

 

El escritor Miguel Briante nació en General Belgrano (provincia de Buenos Aires) un 19 de mayo de 1944, y murió allí mismo, hace poco pero para muchos antes de tiempo, el 25 de enero de 1995. A los diecisiete años ganó con su relato "Kincón" el Primer Premio del Segundo Concurso de Cuentistas Americanos (premio organizado por la revista El escarabajo de oro y que compartió con Piglia, Rozenmacher, Gettino y Villegas Vidal). Su primer libro de relatos, Las hamacas voladoras, fue publicado por Falbo Editor en 1964 y luego reeditado por Puntosur y Página/12. En 1993 Alfaguara publicó una nueva versión de su única novela, Kincón, originariamente aparecida en 1975 bajo el sello venezolano Monte Avila. Sus otros dos libros de relatos, muchos de los cuales forman parte de antologías del género, fueron Hombre en la orilla (Editorial Estuario, 1968), y Ley de juego (Folios Ediciones, 1983).
Briante ejerció los oficios de periodista y crítico de arte con la misma lucidez que ponía en sus textos literarios. Aparte de los catálogos, críticas de arte en revistas internacionales y colaboraciones en medios como La Voz, Artinf y Vogue, entre 1967 y 1975 trabajó para Confirmado, Primera Plana, Panorama y La Opinión, entre 1977 y 1979 fue Jefe de Redacción de Confirmado, entre 1982 y 1984 fue Jefe de Redacción de El Porteño, y desde 1987 hasta su muerte estuvo a cargo de artes plásticas en Página/12. Los artistas argentinos también recuerdan su paso por el Centro Cultural Recoleta, primero como Asesor (1989-90), y luego como Director (1990-93).

 

Obras Publicadas

 

Las hamacas voladoras (1964). Falbo Editor. Reeditado por Punto Sur y Página/12.

Hombre en la orilla (1968). Editorial Estuario.

Ley de juego (1983). Folios Ediciones.

Kincón (1975). Monte Avila, Venezuela.

Kincón (1993). Nueva versión. Alfaguara.

 

Textos sobre las artes plásticas

El retorno del brujo que pinta

Miguel Briante, 1969.

 

"El viaje me pareció lento y cada vez que aterrizábamos me parecía más extraña esta posibilidad de volver a la civilización. Recordaba el día que partí y las horas que preciedieron al viaje, la inquietud, y el tiempo, que venían desde lejos, desde una calle de mi ciudad donde los chicos se sentaban en rueda para hablar de los indios y soñábamos con las grandes hogueras y no había dimensión para las cosas más extrañas." Era el domingo 14 de julio de 1963; Alberto Cedrón escribía estas líneas entre las sacudidas del avión, mientras cruzaban las calientes tierras del Brasil y el Matto Grosso quedaba atrás, como una pesadilla inapresable. Alguna vez entendería esas líneas hechas con temblor, escapadas a la objetividad con que había llevado el diario de ese Viaje al Alto Xingu, entre tres médicos, un dentista, un radiotécnico y un vacunador brasileños. Alguna vez lo entenderíamos nosotros también.

Le quedaban cosas por hacer: ordenar sus bocetos, entregar todos sus dibujos al gobierno brasileño, rescatar la última cara de un borracho en un amanecer de San Pablo. Cuando llegó a Buenos Aires vivíamos épocas de fervor: Jorge Cedrón acababa de asomarse con su primer cortometraje al mundo hostil de la Isla Maciel, Juan Cedrón buscaba desde sus tangos el ritmo de la poesía, ya nos asistían los versos de Juan Gelman, y todavía nos inclinábamos asombrados, temerosos, rebeldes, sobre ese texto de Pavese que empieza: "Entre los signos que me advierten que mi juventud ha terminado, el principal es el percatarme de que la literatura ya no me interesa verdaderamente". Cuando Alberto Cedrón llegó venían enloquecido de colores; tramaba cuadros que eran una tormenta de color, con hombres que parecían musitar una letanía de miedo, y eran un eco tal vez monstruoso de aquellos hombres que en sus carbonillas anteriores cruzaban un crepúsculo, grises, turbios, aferrados a una bicicleta o a una botella de vino.

Hablaba del "Matto"; narraba historias siniestras o risueñas, se dilataba en palabras como íburduna" —esa espada de madera filosa—, o "sucurí" —esa boa siniestra que nada en el Amazonas—, o convocaba las altas hogueras de la noche, en la selva. Los tambores del Mato tronaban todavía en él, pero no entendíamos. Hasta que habló de una india que tenía un hijo de pecho y era joven. Al amanecer la habían encontrado muerta; su niño jugaba encima del cadáver. Cuando llegaron a la aldea, los indios cantaban y estaban enterrando al niño, que lloraba, junto al cuerpo de su madre. Mientras contaba esto trazaba, como al descuido, algunas líneas en una hoja. Lo miramos.
—Algo así —dijo.

Entonces supimos —y Alberto Cedrón supo— que las palabras finales de su diario eran la síntesis de su encuentro definitivo con el mito. Que había cruzado la selva para rescatar aquel muchacho que hablaba de los indios en las rondas de Saavedra, el barrio en el que nació en 1937, para enriquecer su imaginación estrellándola con la realidad, para encontrar su voz. No suscribiría tarde esa frase de Pavese; ya sabía que el arte es posterior a los hombres, una manera de consuelo o de grito, un modo de la fiebre de quienes luchan contra la fiebre que azota al mundo. Eso decía el dibujo.

Los trabajos y los días. —Eso dice él. Claro que es más fácil ponerse cronológico, informar que es el mayor de los Cedrón —cinco hermanos que ya dan que hablar—, que hacia sus doce años mudó a Mar del Plata e ingresó en la Escuela de Artesanía, que a los quince años instaló con su padre y sus hermanos un taller de cerámica, que a los dieciocho años empezó a dibujar. O que, entre ellos —sus hermanos, su padre— levantaron en el barrio de Camet una casa que aún hoy los arquitectos se detienen a mirar. Más difícil es referir un día, una noche, claves. El día (la noche) en que sus dibujos deben saltar los alambres provincianos, extenderse, ser mostrados. Y él decide irse a Europa y vende la casa. A Europa, no a Buenos Aires. Pero Buenos Aires es el primer puerto; no hay vueltas para ese axioma inalterable. Una sola noche —la central— le basta para perder en la ruleta todo su viaje. Una sola bola —la última— lo arroja a las calles de la ciudad, ordena su primera exposición en la galería Guernica, enfrenta sus trazos con los ojos de Antonio Berni, que compra sus primeros cuadros. "Yo estaba influido por Brueguel", recuerda. "Por el clima de sus cuadros, ¿por su técnica?", se le pregunta. íNo, no, por todo —dice, simplemente—. Yo me dejaba influir por él". Pero también andaban por él los versos de un González Tuñón, los personajes de Roberto Arlt. "Tal vez lo más importante de la neofiguración argentina —dice— salió de esos hombres, de esa literatura. Ellos nos mostraban la otra cara del mundo". Hay premios: el Segundo de dibujo en el Salón de Otoño de 1960; el Primero del Salón de Dibujantes del diario El Mundo; el Salón Nacional de la Cámara de Diputados en el 62; el Tercero en el Salón Nacional de Mar del Plata; el Segundo de Dibujo en el Braque de 1966. Hay, en el medio, ese viaje al Matto Grosso y esa pasión por la escultura que deja sus huellas en algunas ciudades del Brasil. Hay, sobre todo, un trabajo tenaz, secreto, que elude la publicidad y lo sume, por meses, en el anonimato o la mitología.

Llega el mural, esa dimensión implacable, ese territorio de la plástica donde las firmas quedan como para siempre y no hay bajada de cuadros que cierre el telón. Ya había ensayado en Río; en Buenos Aires, un premio por concurso de la Fiat Concord le da la pared necesaria. Ahí exalta hasta la perfección su talento de imaginero, se pelea con el barro, estampa su exasperado universo en la cerámica. Enloquecidos, densos como un verso de Blake, sus caballos, sus caras, sus hombres deformados como desde adentro, ocupan veinte muros más a lo largo de la ciudad, cantan una tragedia desorbitada e íntima como la sangre, son impiadosos para mirar y ser mirados, se degüellan, corren, cruzan la mar.

Del lado de acá. —Son cuatro: uno parece no tener cara; el otro es un típico porteño nacido en Avellaneda; el otro es la mitad de lo que fue: le faltan las piernas y hay que sentarlo sobre una silla alta cuando juegan al truco para matar el tiempo de la travesía, y se llama Carlitos. A veces, tirando una carta, el de Avellaneda dice: "Che, Carlitos, no pitiés por abajo de la mesa". Cuando cruzan la línea del trópico, el de Avellaneda saca un paquete del bolsillo, y dice: "Carlitos, en esta hora solemne, por ser tan buen compañero, hemos decidido hacerte un regalo". Carlitos lo abre, tembloroso; es un par de medias tres cuartos.

"El otro era yo —dice Alberto Cedrón, recordando su travesía Barcelona-Buenos Aires—. Entonces entendí esta ciudad, este país." Venía de las tumultuosas ciudades de Europa: del París ancestral, plagado de pintores y cultura; de la Alemania industrial; de la provinciana España —donde clavó sus murales y vendió dos exposiciones enteras—, de los Siglos. Había visto cuadros importantes y barrios de prostitutas y manifestaciones estudiantiles. Y ahí estaban esos argentinos. "Este país es la agresión, y el aprendizaje de la agresión para la defensa. Pero también es el tumulto, y el encontronazo, y en eso está nuestra fuerza, nuestra riqueza, nuestras diversas maneras de atacar y por lo tanto reflejar el mundo." Ahí está la fuerza —dice Cedrón— que debe aprovechar, y está aprovechando, la plástica argentina.

Ahí nació, tal vez, una nueva concepción del mural, y del dibujo, y de la pintura. En esa ironía y en esa nueva capacidad para reírnos de nosotros mismos, en la negación y en la exaltación de la plástica, en el duro trabajo del artesano que impone cosas al mundo.

Alberto Cedrón vio Europa; tal vez desde allá midió Buenos Aires. No se sabe si han vuelto sus caballos y sus hombres retorcidos y sus caras abiertas en un grito. Pero un día cualquiera —lo presagian los bocetos amontonados en su taller— el eco de esas imágenes va a asaltarnos desde algún lugar de la ciudad, desde una pared o desde un marco. Puede ser peligroso, sorpresivo; en el fondo de su horno de cerámica, en el costado más oculto de sus frascos de tinta china, algo se está gestando implacable.

 

Gómez: la caída de los dioses

Miguel Briante, 1990.

 

La muerte de Sardanápalo

 

En La muerte de Sardanápalo, que pintó Delacroix allá por 1827, un caudillo bárbaro muere en su cama mirando tranquilo, sabio, al espectador que es el horizonte y es el infinito; a su lado, se encabritan caballos, esclavos lloran de dolor, hombres violan a mujeres sedosas; todo es tormentoso y confuso, como la vida, que sigue. De lejos parece una pintura serena. En un edificio antiguo de Suipacha y Arroyo, en las cornisas de los pisos altos –siete, ocho–, hay angelitos que se trenzan en batallas con el demonio, hay detalles en los que un frentista italiano se demoró –libre en su oficio– pensando que tal vez nadie, nunca, lo iba a mirar. En la galería Ruth Benzacar, y en estos días, en Buenos Aires, diez esculturas repiten el lejos clásico y el cerca agónico –esa intrincada trama de vida– de aquel cuadro de Delacroix y se atreven a la libertad combinatoria de aquel frentista copado que desafió el vacío.
A distancia, las esculturas que ahora presenta Norberto Gómez parecen un remedo de lo clásico, y hasta de lo clásico popular, si se entiende por popular ese despliegue de heráldicas, de símbolos religiosos –leones, santos, angelitos, armas, escudos que a su vez repiten esos leones, esos santos, esos angelitos, esas armas– que pueblan Roma y, gracias al oficio de aquellos frentistas que llegaron con la inmigración a la Argentina, pueden estar en cualquier casa de cierta edad del barrio de Mataderos. Uno mira desde algunos metros y se dice –como el mismo Gómez ha pensado–: “Esta cara ya la ví”; pero de cerca –como él dice, también– “no es cerca”.
Es lejos, y está acá. Escudos, águilas, armas, llegan en etiquetas de cualquier whisky; los leones, las águilas, acechan en cualquier edificio, en cualquier jardín. Son mutaciones de una cultura que siguen mutando infinitamente, siempre en falso. Gómez las ha tallado en yeso pero las ha patinado como si fueran madera, metal, otra materia, y además tienen un solo lado porque atrás –como en las escenografías– son huecas; son esculturas que sólo pueden ser colocadas contra la pared, para que no se les vea la espalda. Claro que sobra con el frente, porque ahí pasa de todo. El oficio de Gómez se presenta –minucioso, obsesivo, artesanal hasta el vértigo, hasta dar bronca– y se denuncia, se narra a sí mismo en toda su capacidad de artificio.
La impostura del arte –y a veces también de la política, de la palabra, de los actos– ha sido siempre la materia de Gómez. Alguna vez, en épocas del Di Tella, Gómez derritió paralelepípedos de apariencia inofensiva, mansa en su geometría, que al expandirse –en la medida justa, sin azar– mostraban formas inquietantes; después, en épocas de la dictadura, moldeó en resina epoxi entrañas humanas que podían estar asándose en una mesa de living que era una parrilla, y también tuvo la etapa en que exhumó grandes huesos prehistóricos –o absolutamente contemporáneos–; después hizo ver que en el diseño de las catedrales –en sus torres, en sus relieves, en la huella de los artesanos medievales– estaba el diseño de todos los instrumentos de tortura inventados por el hombre, desde el cepo hasta la silla eléctrica; eso lo hizo en una muestra en que todas las piezas –atroces al levantarlas, porque parecían pesadas, metálicas, y tanteadas por la mano hablaban, en su ilógica levedad, de otro mundo– estaban hechas de cartón. “Cartón pintado”, decía él, por esas piezas, introduciendo de palabra y de hecho el territorio de la ficción. Luego comenzó con sus frisos; una tuerca encontrada en la calle, un pedazo de escultura o las molduras de algunos frentes, volcadas en moldes, servían para integrarse –como piezas que se desprendieran del mecanismo del Universo– a un gran friso en el que Gómez iba tejiendo en un tablero incesante su visión de la condición humana. Visión que se continúa en su muestra actual, donde se entrecruzan los símbolos y se caen los dioses, clavados por la irónica, despiadada impronta de Gómez como mariposas en una vitrina que se está quemando, o como en aquellos murales en los que Ulises vio su propia fatalidad.
Distintas e iguales a toda la obra de Gómez, estas esculturas de ahora parecen resumir todos los anteriores pasos, en un corte contundente, ineludible, que parece definitivo pero que, encima, promete más, mucho más. Su obra y el mundo, su oficio y su clara, profunda, manera de pensar, se juntan aquí para marcar un hito en la carrera de postas de la plástica nacional.

 

 


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