Un pedazo de atmósfera dadaísta
Por Soledad Vallejos.
“Libertad: DADA DADA DADA, aullido de
los dolores crispados,
entrelazamiento de los contrarios y de
todas las contradicciones,
de los grotescos, de las
inconsecuencias: LA VIDA”.
“Asco dadaísta” (fragmento), Manifiesto
Dada, 1918, Tristán Tzara
Anteúltimo heredero del matrimonio de
Federico Peralta Ramos y Adela Balcarce, Federico asomó al mundo por
primera vez el 29 de enero de 1939 en Mar del Plata, la ciudad que
decenios atrás fundara su tatarabuelo Patricio, la misma tierra que lo
vio, ya adolescente, persiguiendo la bocha sobre su caballo en los
partidos de polo disputados en la estancia de su abuelo. Hasta
llegados sus años universitarios, se encargó de cumplir con todo lo
esperado de un joven continuador de la más rancia aristocracia
criolla: estudiante sin grandes complicaciones ni tampoco brillantez
excesiva en el bachillerato del Colegio Cardenal Newman, eligió la
Universidad de Buenos Aires para rendir las materias que le
permitirían ejercer la arquitectura y, tal vez, sólo tal vez en su
fuero más íntimo, formar parte de Sánchez Elía, Peralta Ramos y
Agostini, el reconocido estudio que su padre formó con algunos
socios. Sin embargo, la inquietud por el entorno del arte, la vida
nocturna y la gestación de las vanguardias pudo más, y lo empujó, de
buenas a primeras, a recorrer los círculos de los jóvenes provocadores
de los sesenta.
Pero la vida del artista, ese “detectador
de lo inadvertido”, era para Federico mucho más que simplemente
recorrer el camino taller-exposición-taller. Necesitaba dar un paso
más allá, comprometerse por completo en la creación de una obra
efímera y eterna a la vez: generar una sumatoria de provocaciones,
contradicciones evidentes y meditadas hasta la perfección, una
recopilación de hechos, pensamientos, anécdotas y realizaciones que
confluyeran en la gran obra que todo artista ansía legar. Y uno de sus
primeros pasos fue tomar cartulina, marcador y engendrar la religión
gánica –“ser gánico significa hacer siempre lo que uno tiene ganas”,
aclaró–, una construcción que cuadraba con su “patafísica” y su
vocación de “filósofo callejero y peripatético”. Tras un
encabezamiento digno de un sacerdote supremo –“Habitantes de este
sistema solar, yo, Federico Manuel Peralta Ramos…”–, el elegido del
Señor garabateó los mandamientos que regirían, desde entonces, la vida
de los nuevos adeptos. Se trataba de 23 preceptos como “A Dios hay que
dejarlo tranquilo”, “Ampliar la esencia hasta llegar al halo”, “Vivir
poéticamente”, “Creer en el gran despelote universal”, “Superar el
plano físico”, “Jugar con todo”, “Creer en un mundo invisible, más
allá de los lejos y de los cerca”, “Provocar movimiento”, “No mandar”,
“Flotar”.
Pero su arte psicototalista –una especie
de creación por entregas–, decía, era incomprendido. Durante la
exposición de Ganadería de la Sociedad Rural Argentina de 1967,
Federico, descendiente de terratenientes de larga data al fin, se
presentó al remate de un toro reservado gran campeón –que,
según dicen los especialistas, es superior al gran campeón
porque aún no ha llegado aún a su máximo y tiene mucho por rendir–, un
charolais, “era bellísimo, blanco”. En medio de una puja ardiente, su
imponente voz se alzó y logró que el martillo de Arturo Bullrich
bajara justo a tiempo para acreditárselo a él en 1.150.000 pesos. “Yo
lo quería exponer como arte vivo. Fui al Fondo Nacional de las Artes a
gestionar un crédito para pagarlo, pero me lo negaron”. Entonces
intentó que el gerente de un pueblo donde la familia tenía campos le
habilitara un préstamo, se dice que el gerente le preguntó quién era.
Federico señaló con la mano hacia los costados del pueblo y confesó:
“Yo… soy el dueño de la tierra”.
Las gestiones no fueron exitosas. El Gordo
jamás obtuvo el dinero necesario para retirar al animalito de marras
del establo. “Entonces mi hermano Diego, el Caballero del Mar, fue a
Bullrich y anuló la compra”. Pero la historia de la compra frustrada
no terminó allí. Debido a la promesa no cumplida, la familia Peralta
Ramos veía acercarse la posibilidad de tener que enfrentar un juicio
para que la compra se concretara, o por lo menos para que se pagara
algo de dinero por el tiempo perdido. Federico, que ocupaba una de las
cinco habitaciones de servicio del departamento familiar a pesar de
los cuartos de huéspedes siempre vacíos, que tras la muerte de los
padres se negó a mudarse a algún cuarto más grande y cómodo porque
allí lo “pusieron ellos”, que no desaprovechaba oportunidades de
recordar que “ellos, mis padres, lo entienden todo”, agachó la cabeza
y sus 28 años acataron el mandato paterno de anular la compra alegando
su demencia. Así fue como sus ojos azul cielo debieron resignarse a
ser iluminados sólo por la luz artificial de un instituto psiquiátrico
durante los cuatro meses de internación que alejarían los fantasmas de
los litigios legales.
El artista plástico Pier Cantamessa, amigo
de la familia y amigo personal de Federico desde su primera juventud,
iba regularmente a visitarlo junto con Enrique Barilari. “Adentro del
manicomio hacía exactamente lo que hacía afuera, dentro de sus
posibilidades. Él era creativo ahí adentro, y siempre fue un gran
organizador. Les daban mate cocido a la tarde, y él había organizado
‘La fiesta del mate cocido’. Todos los locos habían puesto cosas para
la fiesta. Habían estado trabajando, con papeles hacían dibujitos y
los pegaban, era una terapia ocupacional. Y para los locos era un
dios, estaban todos tomando mate cocido, y cuando llegamos nos puso a
nosotros a tomar mate cocido. Había un cartel que decía: ‘organizador:
Federico’, porque ahí no había apellido. Pero estaba muy triste.
Cuando nos fuimos, que vio que nosotros podíamos irnos y él no, nos
miraba con tristeza”. Según contó una vez a Marta Minujín, allí, a
pesar de haber sido internado por cuestiones formales, recibió
sesiones de electroshock, lo que en combinación con sus dosis diarias
de alopidol –una suerte de regulador nervioso que debió tomar desde
siempre– se transformaba en una alquimia poco recomendable para
cualquiera.
Doce años después del episodio toril, un
italiano con más suerte que Federico consiguió exponer un toro en la
Bienal de Venecia. Y ganó el primer premio. “Una lástima, porque
cuando yo lo compré recibí un mensaje cósmico: al año siguiente, el
toro salió Gran Campeón y lo vendieron mucho más caro”.
El reinado del bien.
“Pinté sin saber pintar, escribí sin
saber escribir,
canté sin saber cantar. La torpeza
repetida se
transforma en mi estilo”.
FMPR.
Tal vez la consciencia de ser considerado
un loco a pesar de que él se definía como psicodiferente, de tener
que enfrentar violencia encubierta con su mejor sonrisa, de no haber
vendido más que una obra en su vida –ni más ni menos que el sueño de
cualquier argentino: un buzón, exhibido en la sala de Alvaro
Castagnino, hecho por él pero idéntico a los originales, una obra que
adquirió en un remate la vedette Egle Martin aunque jamás lo pagó–,
fueran demasiado aún para él. “Sueño con un mundo donde exista el
Reinado del Bien, donde no tenga que defenderme más del Error”. A
pesar de que uno de sus pasatiempos favoritos era contribuir a la
construcción de su imagen de loco –arte provocante, según propia
definición y la de su entorno–, por más que, como un niño, su alboroto
sólo tuviera el objetivo de llamar la atención de los demás
–especialmente la de su padre, tan distinto a él–, más de una vez el
menosprecio se colgó de su cuello hasta hundirlo en un lago construido
de pequeñas depresiones.
Cierta vez, en medio de una de las
angustias que le generaba no sentirse reconocido como artista en su
país, enfrentó a Pier Cantamessa, y le planteó con gravedad:
– Decime una cosa, yo creo que a vos nunca
te pude sorprender, nunca hice algo que te asombrara. Ya hice muchas
cosas, como estar vestido con el traje y los zapatos adentro de la
cama, y todo eso, y vos nada. ¿Alguna vez te sorprendí?.
– Una sola vez.
– ¿Cuándo?
– ¿Te acordás esa vez que íbamos por
Viamonte y vos fuiste a un kiosco a comprar un paquete de diez
pastillas de menta, y te los comiste todos de una vez? Ese día yo
quedé sorprendidísimo.
– ¿Y por qué no me dijiste nada? ¿Así que
te sorprendí? ¡Menos mal!
Y la depresión abandonó su mente ante el
paso impertinente de la euforia por saberse admirado, por haber
logrado impactar con la reproducción de una de sus escenas favoritas
de Anthony Quinn –la vez que en la película La Strada su
personaje traga entero y de un bocado un helado– a su amigo, al punto
que en ese mismo instante decidió salir a festejar con una cena.
Periódicamente, las nubes de la tristeza
regresaban y opacaban su sonrisa tiernamente infantil, pero su
necesidad de permanecer en Buenos Aires –“porque el que se va de
Buenos Aires se atrasa, es la ciudad del futuro”– podía más. Y qué
mejor camino para reafirmar su decisión ante los demás y ante él mismo
que lanzando un poema con aires de manifiesto nacionalista a su
manera:
“No quiero ir a la luna,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a
mi me gusta acá.
Quiero caminar por las calles de Buenos
Aires,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a
mí me gusta acá.
Me quiero sacar una foto en la plaza
San Martín,
a mí me gusta acá.
Quiero ser amigo del obelisco,
a mí me gusta acá.
Me encanta el atardecer en el campo
argentino,
a mí me gusta acá, a mí me gusta acá, a
mí me gusta acá.”
Y, tras las tormentas, los proyectos
volvían a ocupar su tiempo. A principios de 1970 iniciaba otra de sus
obras: un disco que “se refiere a un mundo metafísico” editado por
Columbia records y producido por Francis Smith, una tirada de
exactamente 1.333 copias hallables en ese tiempo en farmacias y
disquerías. “Se llama ‘Soy un pedazo de atmósfera’ y ‘Tengo un algo
adentro que se llama el coso”, adelantaba en una entrevista a la
revista Confirmado. “La gente que tiene el coso adentro es
mutante y las conversaciones no se hacen de cuerpo a cuerpo sino de
coso a coso. El coso es la esencia”. De más está decirlo: su
producción no lo consagró como artista del año, ni lideró listas de
preferencias, pero sí vendió lo suficiente como para agotar la
edición, que también incluía el tema Oso goloso. Y tal vez
dejara claro cuál era el arte de Federico, el pequeño gran provocador:
“La superioridad irrita, yo sólo soy un ser psicodiferente, es decir,
yo no soy un hombre común, mi cerebro provoca cortocircuitos, dice un
amigo. Y otro dice que soy un ‘maestro en ser feliz en la
desesperación’, alguien que puede enseñar a ser feliz en un mundo
plagado de obstáculos”.
Hacia fines de 1965, su nombre figuró
entre los ganadores del Premio Nacional e Internacional Instituto
Torcuato Di Tella, organizado en celebración del quinto
aniversario del epicentro de la vanguardia porteña. Allí su obra en
óleo y cemento Nosotros II compartía la muestra junto a, por
ejemplo, trabajos de Pérez Célis, Rogelio Polesello, Carlos Squirru y
Delia Puzzovio. En el catálogo de la exposición, donde cada premiado
disponía de un pequeño espacio para explicar sus motivaciones,
objetivos y demás, Federico prefirió publicar una poesía:
“Creo en un mundo invisible
más allá del plano físico
más allá de los lejos, y de los cerca
donde se mezclan los caminos de las
cosas
Un mundo amigo
Para ustedes
donde los caballos nunca se cansan
donde está treff
Era amigo del patrón
un tal Peralta
se detuvo al peligroso
yo coloso”.
Un sacadero de
conclusiones
“Yo soy una estrella porque salgo de
noche”
FMPR
Toulousse-Lautrec sabía matar las horas
entre las paredes del Moulin Rouge, entre sus bailarinas y chicas
alegres bañadas por luces de colores que prestaban por horas la
dulzura de sus brazos, entre los ríos de alcohol que inundaban las
conciencias, entre músicas y sonidos solamente audibles en horas de la
luna. Su obra no hubiera sido la misma, no hubiera sido sin ese
paisaje. Y con Federico es posible aplicar la misma premisa. Sin sus
putas del cabaret Can-Can del ya inexistente pasaje Seaver, sin sus
amigas de la noche, ésas que compartían con él y sus amigos largas
copas en espera del amanecer o del amor inesperado –no eran todavía
los tiempos del SIDA, que movieron a Federico a reflexionar que habría
“que masturbarse hasta que aclarara”–, sin esa vez que hipnotizó a
todos en Karim al subirse al escenario para recitar “La hora de los
magos”, de Jorge de la Vega –“Es la hora de los magos/ todo de golpe
es perfecto y todos por fin consiguen lo que siempre fue un sueño”–
iluminado sólo por un reflector y en medio del más absoluto silencio,
su vida-obra no hubiera sido la misma. “Cantar en una boite es, para
mí, más importante que estar en la televisión. Es penetrar en los
lugares más materialistas, más mundanos. Alguien me dijo que los que
van a las boites no tienen hogar. Personalmente concibo a esos lugares
como templos paganos. El público representa a los fieles que van a
sentir, que quieren sentir. El cajero debe ser el sacristán y los
mozos monaguillos. Pero los que actuamos somos sacerdotes. Eso
satisface mi aspiración mística”, teorizó en un rapto de ascetismo. En
esos ámbitos privilegiados para escuchar las interpretaciones de sus
canciones “no figurativas” como Splush Unksto, Flog Ojdsel o
Flashia Quadria, Federico hasta llegó a pactar un acuerdo
comercial. Una tarde en que Kenneth Kemble, Pier Cantamessa y Federico
veían pasar el día entre cafés del Florida Garden, Kemble confesó que
nunca había salido con una prostituta. Horrorizado –“¿Cómo?, sos un
artista y nunca estuviste con una prostituta”-, Federico lo convenció
de ir a Can-Can. “Te voy a presentar una chica, te va a gustar”. Dicho
y hecho, el novato quedó fascinado con la mujer, y abandonaron el
local temprano y de la mano. En cuanto los vio alejarse, Federico miró
a Cantamessa, sonrió y con felicidad mercantil le soltó: “¿Qué te
parece? Me hice 18 pesos”. La chica en cuestión le había propuesto, un
tiempo antes, que por cada amigo que le llevara –“esa gente rica
amiga tuya”– le daría el 20% de su tarifa, y Federico había aceptado
encantado el trato que le permitiría sumar algunos billetes a su
“sueldo de hijo”. Por una vez dejó de ser “un artista plástico sin
capacidad comercial y sin efectivo, y con una incapacidad innata para
ganarme la vida”.
El hombre de camisas bordadas con sus
iniciales, el mismo que alguna vez bailara toda la noche con una
patente colgada al cuello a modo de dije, no se limitaba a exhibirse a
la luz de las estrellas. Cierta vez, pidió a su amigo Rafael Squirru
ayuda para transportar desde una boite de la calle Arroyo hasta su
casa, a unas cuadras de allí, su última obra, una tela de dos metros
de largo con la leyenda “¡Trabajen, vagos!”. La tarea no fue sencilla.
Al llegar al medio de la avenida 9 de julio, Federico, algo cansado,
decidió hacer un alto. En ese momento, una cuadrilla de obreros
reunida alrededor de una pequeña parrilla descansaba del duro trabajo
de romper la calle con los martinetes. La tela los apelaba desde el
bastidor. “¡Trabajen, vagos!”. Squirru no pudo dejar de notar la
hostilidad que comenzaba a rodearlos. “Apurá el paso Federico que me
parece que esta gente no está para chanzas”. Federico no acusaba
recibo. “Vamos, Fede, me da la impresión de que tu cartel no está
siendo bien interpretado”. Nada. Dos robustos muchachos comenzaron a
levantarse para enfilar hacia los provocadores. Sólo entonces FMPR
hizo caso de la desesperación que apresaba a Squirru y prosiguió, al
trotecito, el camino, quizás alentado por la estela de improperios que
impulsaba su mensaje. Finalmente, completaron el camino hasta el
destino y Squirru, agotado, se despidió sin alcanzar a subir hasta el
departamento. “Está bien –aceptó Federico–, pero confesá que has
percibido la modificación contextual del sentido de una obra
auténticamente conceptual”.
La noche jugaba con él como un encantador
de serpientes, pero el poder de sus mujeres lo hechizaba desde
siempre. “Es que la noche es un continuo sacadero de conclusiones”,
explicaba. En una ocasión, Federico cambió el cómodo techo familiar de
Barrio Norte por la habitación de una pensión sólo para seguir los
pasos de las negras piernas de Marisa, una prostituta peruana a quien
había conocido durante las trasnochadas. Hacía ya un tiempo que había
dejado de alquilar sus caricias para convertirse en su amante, y
conocía los desvelos que pasaba la mujer para conseguir el dinero que
los quince años del hijo lisiado que había quedado en Perú precisaban
para subsistir. Según parece, Marisa, a pesar de haberse alejado de
los estudios en su temprano segundo grado primario, había conseguido
su respeto y admiración con sus remates rápidos, salidas inesperadas y
quizás algo más. Pero un día, la curiosidad de Federico por la vida de
las prostitutas pudo más, y la pregunta salió de su boca con
indiscreción infantil. “Che, la gente dice que las prostitutas hacen
de todo…”. Silencio. Marisa miró a Federico. Volvió sus ojos hacia
Pier Cantamessa que, a la sazón, se había hecho amigo de ella y estaba
de visita. Y cuando parecía que la tormenta era inevitable habló.
“Mirá, Federico, yo, menos rubia, he sido de todo”.
El que fuera un asiduo concurrente de las
boites no significaba que contara con una gran cantidad de dinero. Muy
por el contrario: sus bolsillos nunca se ufanaron de estar rebosantes.
Por eso, si no obligaba a alguien a invitarlo –“yo te invito, pero
pagás vos”–, en cada negocio que lo contaba entre sus habitués sus
gastos se cargaban en su propia cuenta –que pagaba religiosamente a
fin de mes, pero no por “honesto, sino para que me mantengan el
crédito”–, o eran sumados a la cuenta del estudio de su padre, para
lo cual le alcanzaba con registrar su firma en la boleta. Cuando la
invitación de ir a tomar “un café al Alvear” no significaba instalarse
en el puesto de diarios de Elías –precisamente en las puertas del
lugar de marras– para armar las tertulias a las que se sumaban el
cafetero y el portero del hotel, Federico adoraba pisar las lujosas
alfombras de su restaurante y cenar buenos y costosos platos. Llegada
la hora de pagar, en un lugar donde todos hacían ostentación de
riqueza, él se esforzaba por hacer “ostentación de pobreza”: llamaba
al mozo, averiguaba lo que había costado el servicio y en voz lo
suficientemente audible le encargaba “traéme la cuenta y una lapicera,
porque no tengo con qué firmar”. Y allí estampaba su autógrafo y al
lado de la suma total agregaba “más un peso” en concepto de propina.
Durante el día era posible encontrarlo
colgado del pasamanos de un colectivo, camino a algún lado, o tal vez
a ninguna parte. De noche, inevitablemente en taxi. Pero sus
relaciones con los taxistas no siempre fueron muy cordiales, como la
vez que, llegado al destino, dio al taxista cinco pesos en vez de los
diez que había salido el viaje y ante el reclamo del conductor
contestó “¿Cómo? ¿Y vos no viajaste?”. O como cuando pateó el auto
que, al doblar una esquina, casi atropelló a la comitiva integrada por
él, Mario Salcedo y alguien cuyo nombre se quedó por el camino del
tiempo. El taxista, enfurecido, bajó y enfrentó a Federico que, a
pesar de ser considerablemente corpulento, vio cómo su altura era
largamente sobrepasada por el inminente agresor y aclaró “Señor,
desde ya le anticipo que soy inmensamente cagón”.
En el nombre del padre
Federico padre conocía de sobra las
costumbres de su hijo, pero no era precisamente eso lo que podía
inquietarlo. Los amigos de Federico Manuel, al menos quienes llegaron
a formar parte habitual del paisaje del departamento de Alvear y
Parera, aseguran que, en realidad, todas y cada una de sus
provocaciones tenían como único objetivo espantar a su progenitor, o
por lo menos “moverle el piso”. Pero pocas veces lo conseguía. Cuando
las vías de acceso al punto del espanto podían retardarse, Federico
prefería ser directo. “Vos, papá, tenés alma de comisario”. Pero la
sonrisa paterna le hizo saber que, más que una ofensa, lo que había
dicho era un motivo de orgullo.
Otro intento. Cena familiar, es decir:
madre, padre, Rosario –la hermana más cercana a Adela, su madre, y a
él, otras hermanas, hermano menor, Federico Manuel y Pier Cantamessa.
Ya habían quedado atrás las penitencias de comer en la cocina, junto
con los empleados, por hablar de sexo ante las hermanas o por insultar
en el preciso momento en que las personas del servicio doméstico se
acercaban para servir. La mucama llevó a la mesa una bandeja de peceto
cortado en rodajas y puré en cantidad suficiente para todos, se sirvió
Federico padre, la madre, las hermanas y el invitado. Por regla,
seguían en el orden Federico y luego su hermano. Al llegar la bandeja
a sus manos, Federico se sirvió todo lo que quedaba, es decir,
alrededor de ocho piezas de carne y su correspondiente guarnición,
ante la mirada atónita de los demás. “¿Y Sebastián qué?”, lo retó la
madre. “Yo tengo hambre, me lo sirvo todo”. “Bueno, si tiene hambre”.
Marcharon unos huevos fritos para el despojado y fin de la cuestión.
Un amanecer, tras agotar las estrellas en
Can-Can, Federico invitó a Cantamessa a compartir el desayuno en su
casa. Cuando llegaron, Federico padre dejó de lado la lectura del
diario. “¿Vienen de joda?”. “Sí”. “¿Buenas minas?…Bah, a Federico le
gustan las gordas”: Impaciente, Federico fue a la cocina y volvió con
un café con leche matinal, un ritual que habían inspirado sus
“’Canciones para antes y después del desayuno’, porque cuando tomás el
desayuno no te podés distraer”. Mientras Pier y Federico padre
conversaban y hacían los honores a sus desayunos preparados por la
mucama, Federico, con la naturalidad de siempre y en el más completo
silencio, tomó una taza de café con leche con algunas medialunas. Y
otra. Y otra. Y así hasta llegar a seis servicios. “¿Te das cuenta por
qué no lo interno en un manicomio a éste?”, espetó de golpe Federico
padre señalando a su retoño, “Me saldría un dineral sólo la comida”.
Probablemente el enfrentamiento más grave
haya sido la vez una discusión que empezó cuando el padre se refirió a
Clorindo Testa de manera poco cortés en la mesa y Federico –que sentía
gran admiración por Testa y se consideraba su amigo– lo defendió. Fue
entonces cuando FMPR abandonó la casa familiar para refugiarse en una
pensión no muy distinguida frente a Harrods. En el tiempo que duró el
alejamiento, no hubo más contacto con sus padres que el estrictamente
necesario para obtener el dinero con que pagar el alopidol. Sin
embargo, tras más de veinte días sin ver a su hijo, un comentario
dicho al pasar desesperó a su madre lo suficiente para levantar el
teléfono. “¿Pier, vos lo ves a Federico?”. “Sí”. “Me dijeron que lo
vieron con el traje de fiesta y zapatillas. ¿Es cierto?”.
La relación entre Adela Balcarce y su hijo
no conoció las mismas rispideces. Ella, definida en alguna oportunidad
como “una mujer remota y sensible hasta la fragilidad” por Carlos
Insua, otro amigo de la familia, sabía comprender y respetar a
Federico. Las telas y los caballetes fueron grandes aliados de su
delicado espíritu, de ellos se sirvió para inmortalizar a su hijo en
un cuadro que él después colgó en su pequeña habitación: un óleo que
enmarca la cabeza de Federico sobre un fondo de cielo azul cobalto
salpicado de estrellas, un retrato en que los ojos son los
protagonistas.
Cuando se acercaba el festejo de los
cincuenta años de casados de sus padres, Federico intentó
infructuosamente convencer a su padre de que invitara a su madre a
cenar a Don Pepe, una fonda de mala muerte, sucia, donde la
esposa del tal Pepe recibía a los clientes al grito de “¿Qué quieren
comer?” en sus días buenos o los lapidaba con un “¿Qué carajo
quieren?” cuando le molestaban, un lugar donde los precios dependían
de la cara del comensal aunque eran siempre altísimos –y no
descontaban el porcentaje del plato que era obligatorio convidar al
perro que vagaba por el local–. En pocas palabras: un lugar
“irresistible para la gente rica”. Pero no hubo caso, en especial
porque Federico padre, conociendo los gustos poco ortodoxos de su
hijo, había tomado la precaución de visitar el lugar a tiempo para
descartarlo. Decepcionado por la escasa repercusión de su propuesta,
Federico se dedicó a agotar la tarde en busca del regalo perfecto para
la feliz casada. Muchas cuadras y horas después de iniciado el raid,
encontró lo que, definitivamente, sería la sensación de la noche.
Paquete en mano, él y Pier llegaron a la fiesta. “Federico, todavía
estás a tiempo de cambiar de regalo”, imploró su amigo. Pero no.
Federico entró, llegó frente a su madre y le entregó una caja
prolijamente envuelta. Adela, curiosa, abrió el paquete y sacó un
brillante par de guantes de box rojos. Y se los puso, para dejárselos
toda la celebración. Más de una foto la muestra, posando guantes en
mano y sonriente a más no poder. Federico, por su parte, muy a pesar
de los deseos de su padre, la persiguió toda la noche para
acomodárselos, atarlos bien para que no se salieran y recordarle lo
bien que le sentaban.
La más deseada
Definitivamente, a pesar de la imagen de
ser asexuado que muchos de sus amigos de los últimos años tienen de
él, a Federico le encantaba gozar de los favores de las mujeres. Hubo
una época en la que su gran amor fue una elegante señora –casada, por
cierto– de unos sesenta años a quien, más por amor que por realismo,
llamaba “la más deseada de Buenos Aires”. Durante un tiempo de
ausencia del marido de la Señora Deseada, Federico se instaló en su
casa. Cierta tarde de sábado, Federico, por lapsos relativamente
cíclicos y siempre constantes, abandonaba la conversación que
compartía en la sala con un escritor llegado desde La Plata para la
ocasión, Tato y Berta Bores, y la apetecible anfitriona para luego
regresar sin ningún tipo de comentario ni excusa. Así toda la tarde.
Llegada la noche, la dueña del deseo porteño propuso:
– ¿Qué quieren comer?
– ¿Qué hay?
– Pollo.
Dedito índice de Federico moviéndose de
lado a lado.
– No, pollo no.
– ¿Por qué?
– Me lo comí todo.
– Bueno, pero queda peceto mechado con
champignon.
– No.
– ¿Te lo comiste también?
– Sí.
– Pero todavía queda torta pascualina.
– Tampoco.
Sus deserciones periódicas no habían sido
otra cosa que excursiones a la cocina para visitar los platos que la
cocinera, a pedido de la dueña de casa, dejaba preparados para todo el
fin de semana.
Un caballero con mucho
arte
Arte que me hiciste mal
y sin embargo te quiero
Arte que te llevaste
amigos
Arte que hacés sufrir
Arte que maltratás a la
gente
¿Por qué no te dejás de
joder?
FMPR
Federico no sólo aplicó su arte provocante
a las exposiciones o a forjar anécdotas ante los amigos. Se dice –como
tantos hechos en el relato de su vida, se dice, pero pocas veces se
sabe quién, cómo o cuándo– que ni siquiera la sacralidad de los
claustros universitarios logró amilanarlo. Durante un examen o una
clase de la carrera de arquitectura, un profesor –un arquitecto
llamado Solsona– le preguntó: “¿Por qué no me explica quién fue
Wright?”. Federico, como solía pasar, no tenía la más mínima idea. “De
Wright no le voy a hablar porque era muy mala persona”.
“Una vez –contó en los sesentas–, concurrí
a un banquete que se daba en el Círculo de Armas. Como soy un
caballero, fui con mi traje azul, mi camisa blanca y mi corbata
oscura, impecable como un burócrata. A la hora del brindis, todos, muy
solemnes, me pidieron que dijera un discurso y me ubicaron en la
cabecera. Yo, un poeta, obligado a pronunciar una oprobiosa cháchara a
los postres de un festejo. Surgió mi rebeldía ancestral y me puse a
cantar La hora de los magos, de Jorge de la Vega, un tema que
poco tiempo atrás había integrado mi espectáculo en el cabaret
Can-Can. Era, realmente, una situación absurda y paradojal. Yo
esperaba que se levantaran y se fueran, o que, en un gesto algo menos
aristocrático pero más contundente, me tiraran con los panes y las
botellas. Nada de eso. Mi interpretación fue premiada con un aplauso
estruendoso y mi alegría contagió a esas almas normalmente
almidonadas. Saltaron desde la perplejidad hacia la entrega y
recorrieron el mágico camino de la sonrisa. ‘Nada más bello que el
gris que se vuelve oro’, pensé entonces. ‘Nada más bello que el oro’,
pienso ahora”.
Pues bien, hacia 1973, tras algún tiempo
de inactividad, pisó los estudios de un canal de televisión con una
misión absolutamente novedosa en su carrera: realizar, semana a
semana, un sketch en el programa que Tato Bores tenía por entonces en
canal 13. En una experiencia que repetiría en sus últimos años, poco
antes del horario de grabación, Federico se enfundaba en su mítico
traje azul –combinado con camisa blanca y corbata al tono–, se calzaba
los zapatos de charol con hebilla dorada –regalo de un viaje que el
padre había hecho a Estados Unidos–, y meditaba brevemente cuál sería
el tema de su disertación. La actuación era, detalle más, detalle
menos, algo así: mientras Tato desgranaba un largo monólogo sobre un
fondo escenográfico despojado, Federico se acercaba y enunciaba una
frase, como “Hoy quiero diagnosticar que se aproxima el fin de hoy”,
sino recitaba A mí me gusta acá. O Federico irrumpía en algo
parecido a un escritorio portando un apropiado par de antiparras sobre
la cabeza y explicaba alguna teoría inverosímil. O, mientras exponía
obras con cámaras de cubierta, las presentaba como “la solución
neumática a los imprevisibles peligros que acechan a la humanidad”. O,
en los tiempos que el dólar registraba un precio inestable, se subía a
un sube y baja y, mientras subía y bajaba, explicaba las variaciones
monetarias desde su propia y personal perspectiva.
Fue también en esos años que, en el Centro
de Artes y Comunicación, montó El Gordo, una exposición
donde lo expuesto era él mismo, sentado en un ambiente de paredes
blanquísimas, tomando mate si la hora lo aconsejaba. En Bonino,
una galería ubicada en la Galería del Este, cierta vez concretó una
obra junto a Antonio Berni y Jalil de la Serna, un “científico
artista”. Federico, no sin dedicación, había creado la cripta
funeraria de Tutankamón, encarnado, precisamente, por De la Serna. Los
visitantes, entonces, debían acercarse y preguntar a la momia viviente
acerca de cualquier tema, que él tendría siempre una respuesta a flor
de venda.
Llegado a la metaplástica, Federico eligió
simbolizar conceptos y brindar el camino para alcanzarlos antes que
evidenciar los mensajes de manera grotesca. Así, por ejemplo, exhibió
una galería con cuadros en blanco colgados de la pared. Bajo cada
tela, descansaba una pistola. A un lado, un cartel rezaba: “Cuidado
con la pintura”.
Pero aún así –o por eso mismo– el mote de
loco pisaba sus talones con tenacidad. “Yo soy un pionero, un
precursor de ideas. ¿No te diste cuenta que soy un adelantado? Galileo
estaba adelantado 400 años y sus contemporáneos creyeron que estaba
loco. ¿Sabías que yo mismo tengo fama de loco?”. Y, a falta de
reconocimientos ajenos, decidió rendirse él mismo un homenaje. “He
inventado un monumento para mí. La Costa Atlántica, que va desde
Quilmes hasta Río Gallegos. Es el monumento para Federico Manuel
Peralta Ramos. Entonces, cuando la gente se meta al mar para bañarse,
se bañará en el monumento. Es una de las proposiciones que pienso
hacer para los habitantes de mi país y para los habitantes de este
sistema solar. Porque yo, por ejemplo, me animaría a comunicarme con
los habitantes de otros planetas, con ruidos y con ondas que yo
emano”.
Luego de sus primeros años y la
participación televisiva, la década del setenta significó un impasse
para su vida pública, a excepción de las veladas de hasta diez horas
en las mesas del Florida Garden con Marta Minujín y Pier Cantamessa,
conocidos por algunos como los tres mosqueteros. Por entonces,
Federicó formuló la teoría de la albóndiga psíquica. “Creo en un mundo
fenomenológico que está más allá del libre albedrío cósico de la
gente, que influye sobre los libres albedríos. Está ese mundo
fenomenológico y los libres albedríos albondigares”. Por caso de que
sea necesario despejar dudas, la albóndiga psíquica consistía en “una
mezcla de todos los estados mentales: la conciencia, el inconsciente,
la subconsciencia, la preconciencia. Si la albóndiga psíquica funciona
normalmente, si sus elementos se imbrican, se sostienen, se alimentan,
el ser humano tiene salud mental. Yo soy un ser sano, por ejemplo. Y
cuido mi salud más que a nada, para que no me enfermen extrañas
influencias. Gracias a eso nada me angustia. Me dí cuenta de que todo
es cuestión de tiempo. Nos van pasando cosas. Y, lentamente, la
albóndiga psíquica va amalgamando las situaciones nuevas, nos hace
crecer, madurar”. Luego se llamó a silencio.
En los tempranos 80s, explicaría la
oscuridad de esos años –“los años pálidos”– de una manera muy
particular y, en plan de exigencia, muy parcial, pero definitivamente
personal: “El país, a medida que fue perdiendo tela, fue de Guido Di
Tella a Minguito Tinguitella”.
La nueva década lo encontró con nuevo,
aunque efímero, trabajo: un puesto de columnista en la revista La
Semana. Cualquiera fuera el tema, Federico había instaurado un
ritual, aunque sólo conocido puertas adentro. Mientras que los demás
colaboradores se resignaban a entregar sus notas en el tradicional
formato del papel con caracteres estándar –no se había generalizado,
aún, el uso de la computadora y mucho menos de los procesadores de
texto–, Federico desafiaba la inteligibilidad con artículos siempre
escritos a mano –de más está decir que tenía una letra compleja de
entender–, en ocasiones volcados sobre papiros, y con el agregado de
cualquier paratexto que hiciera la nota más difícil de comprender a
simple vista.
Pero las inquietudes del pedazo de
atmósfera con ojos color del cielo no se detuvieron allí. Hacia 1981,
poco después de que se cumpliera un siglo de la fundación de Mar del
Plata por parte de su tatarabuelo Patricio, Federico decidió retomar
la tradición que tantos laureles había ganado a los Peralta Ramos. Hay
quienes dicen que el lugar elegido para el anuncio fue una galería de
arte, otros aseguran que sucedió entre cafés y vasos de agua con hielo
–su consumición habitual en el lugar– de La Biela. Los 43 años
de su garganta se aseguraron que el clima fuera lo suficientemente
solemne, y, con la elegancia de sus 83 kilos del momento, anunció la
fundación de la ciudad de Mal del Plata, un lugar, aseguró, más
frecuentado que la Feliz. Desde sus inicios, la novísima urbe –creada
para que los argentinos “no nos vayamos al tacho”– tuvo nobles
propósitos, a pesar de su nombre: se trataría de un lugar “para andar
en bicicleta, comer sólo dieta, no hablar de tasas, pensar mucho y
sufrir poco”. Pero no tuvo mayor trascendencia que sumarse a su ya
extenso currículum.
El atardecer del 19 de noviembre del año
’85, el Plaza Hotel ultimaba los detalles para la realización de El
arte en la gastronomía. Poco antes, a cambio de una de sus obras,
Federico había gozado durante una semana de las delicias de contarse
entre los huéspedes del lugar, y la experiencia despertó en su cabeza
la idea de organizar una exposición-comida que, finalmente,
sirvió para recaudar fondos a beneficio del Museo Nacional de Bellas
Artes. Entusiasmados por la idea, Pablo Bobbio, Rogelio Polesello,
Silvina Benguria, Pedro Roth, Nicolás García Uriburu, Remo Bianchedi,
Josefina Robirosa, Clorindo Testa, Enrique Barilari y los
omnipresentes Pier Cantamessa y Marta Minujín se sumaron a la muestra
colectiva y efímera por excelencia. Se estamparon con el logotipo del
hotel y las firmas de los artistas-cocineros encargados de diseñar
cada receta alrededor de mil platos. Pero los cálculos más optimistas
no previeron que la tirada estaría quinientos cubiertos por debajo de
la cantidad de interesados. Cada creador era responsable de supervisar
la correcta ejecución de sus órdenes y del armado del plato que era
llevado a la mesa, en realidad, una ruleta cuyos resultados se
conjugaban con los números que arrojaba un dado. Cada comensal debía
dejar que, mediante los números, la suerte decidiera lo que comería.
Si el azar había deparado los langostinos –preparados de manera poco
ortodoxa pero, al parecer, exquisitos– y se quería repetir la
tentativa, no había posibilidad de elección: era estrictamente
necesario abandonarse al destino. Lo mismo pasaba con el bife crudo.
Todo un éxito que quinientas personas que pagaron su entrada no
pudieron degustar por falta de cuenco.
De tanto en tanto, su carácter de niño lo
empujaba a situaciones poco comprensibles, por más que se aplicara la
lógica que gobernaba sus acciones. Marta Minujín y Federico habían
labrado, a lo largo de muchos años y no pocos pulsos telefónicos, una
amistad que parecía completamente sólida, sin importar cuántas veces
se insultaran en público– “a mí no me importaba, era una forma de
arte”, dijo siempre ella-, o en cuántas fiestas a las que ella lo
llevaba Federico dejaba caer improperios de su boca –muchos y de los
más procaces–. Ni siquiera el abismo que la experimentación con drogas
de Marta había abierto entre ellos –Federico, por prescripción
médica, había abandonado desde hacía tiempo las excursiones en
compañía de Luis Centurión para beber el vino más barato posible, por
lo que mucho menos podía siquiera probar alguna sustancia- había
logrado despegarlos. Un día de primavera de 1987 Marta levantó el
teléfono y la voz de Federico apuró: “Me divorcio de vos. Me hacés
mucho mal, te quiero mucho. Me divorcio de vos como amigo. Y voy a
divorciarme de todos mis amigos”. Y nunca más le habló.
Inevitablemente se cruzaban en las muestras, se veían en los bares,
debían mirarse, era imposible no hacerlo, compartían amigos y
costumbres. Pero no volvió a dirigirle la palabra. Ni a ella, ni a
Federico González Frías ni a Finita Ayerza, todos amigos de mucho
tiempo atrás.
“Creo que nunca hay que perder la niñez y
la locura: el adulto que abandona la infancia abandona la creatividad.
El enemigo de alguien creativo es la vanidad, enfermarse de pomposidad
y solemnidad, convertirse en un tronco cristalizado. Es bárbaro
fomentar eso, porque lo que le hace falta a la Argentina son
creadores”. Y su eterno afán de Don Fulgencio seguía la marcha. Su
última exposición, en Los Altos de Sarmiento, por 1989, respiró
los mismos aires que la vez que la mesa serruchada frente al público
en el Di Tella, o del tacho de basura repleto de cuadros embadurnados
de alquitrán. Durante la semana previa a su última inauguración, los
cincuenta años de Federico invitaron a cerca de mil personas a su
muestra. Sería, aseguraba, realmente revolucionaria. Llegado el día,
las puertas se abrieron. Los invitados, ansiosos por descubrir los
nuevos caminos de la vanguardia o simplemente por curiosidad,
ingresaron. El salón estaba completamente vacío. Ni una sola tela
sobre las paredes blancas. Ni siquiera una pequeña escultura, un
objeto. Federico aplaudió. “Señores, ésta es mi exposición. El arte
son ustedes. Ustedes son mi obra de arte”. La perplejidad nunca fue
suficiente. Ni siquiera cuando intentó explicar el significado de su
obra: “el arte no tiene elementos intermediarios. El sujeto es el
objeto y la contemplación estética desaparece, disuelta en la vida
social. En un mundo cada vez más poblado por ficciones de todo tipo,
el arte encuentra su lugar en la vida social”.
Ese mismo año, la coquetería –la misma que
cuando pesaba 130 kilos le indicaba que lo más aconsejable era meter
panza si una mujer que le gustaba pasaba a su lado– no lo impulsó a
restarse edad. Había cumplido 50 años, y no lo negaba. “Tuve talento
para cumplirlos. Apagué 50 velitas, canté A mi manera. Siempre
viví a mi manera, dice la canción. Y quiero seguir viviendo a mi modo.
Porque sé que voy a terminarme si me convierto en una persona lógica.
Por esto, quiero dar un mensaje a la Argentina actual: creo que la
felicidad, en esta época, consiste en encontrar lo mucho en lo poco”.
Federico no pudo jamás concentrarse en las
páginas de un libro, ni aún cuando realmente le interesara. Pero,
mediante su lectura “por ósmosis”, siempre estaba al tanto de las
lecturas obligadas según las épocas. Por ejemplo: en un momento, Oscar
Massota veneraba un libro determinado de Lacan. Federico retenía el
nombre del libelo y corría a comprarlo. Y, mientras lo sacaba a pasear
bajo su brazo, recorría las mesas de los lugares que lo tenían como
habitué preguntando a quien estuviera cerca si lo había leído. Una vez
que encontraba un conocedor, se sentaba a su lado y le rogaba: “¿Qué
dice, más o menos? Decimelo así, como para saber”. Entonces siempre
sabía lo que había que saber de quien había que saber
Una de sus producciones jamás concretadas
hubiera sido, tal vez, un verdadero hito de su carrera: un libro. Iba
a titularse Del infinito al bife, y se trataría de “un libro
barajable, con hojas sueltas, algunas en blanco para escribir
direcciones. Una obra para tratar de unir a toda la gente porque ya se
sabe que hay gente infinito y gente bife”.
El último provocador
“El surrealismo descansa”
FMPR
Con el inicio del ciclo Tato de América,
en 1992, Federico regresó a la televisión, un año después de haber
cantado sus clásicos Gusanito en persona y La hora de los
magos en La última pituca, la obra en la que compartía el
escenario del Café Mozart con Laura Rivero y Alberto Favero. Esta vez
sin el histórico traje azul, paseó su cabello por entonces
ligeramente entrecano ante las cámaras para recitar sus poesías de
cara a un Tato Bores que simulaba –o no– no terminar de comprender qué
hacía ese niño de 53 años allí. Luego de algunas participaciones
estables, un domingo que estaba invitado a los tallarines con que se
cerraba el programa, sufrió un pico de presión alta mientras bailaba
El Danubio azul y una ambulancia del Cemic lo trasladó para
internarlo de urgencia. Durante sus días de terapia intensiva, algunos
amigos –entre los que se contaba Pier Cantamessa– y su hermana Rosario
fueron a visitarlo. “Al lado de él, había un tipo que estaba enchufado
a un respirador automático. Un poco más lejos, había un grupo de gente
llorando porque se había muerto otro tipo. Y como esos había dos o
tres más. Federico estaba comiendo una naranja y diciendo: ‘¡Este
lugar es maravilloso! Me quieren dar de alta, pero yo quiero quedarme
acá por lo menos una semana más’. Y todo eso mordiendo la naranja,
porqué él la comía con cáscara y todo”.
Una noche de sábado, un paro cardíaco le
franqueó el camino para reencontrarse con sus padres, muertos hacía
poco más de un año. “Yo no puedo estar sin ellos”, había dicho más de
una vez. El hombre de “físico europeo pero parte metafísica
latino-hispano-indoamericana”, el que desde lo más profundo de su coso
recomendaba “utilizar presidentes” había decidido mudar su alboroto a
otra parte. “Eso es lo que yo hice siempre en la Argentina: abrí
las ventanas para que entre un poco de aire fresco. Ahora el aire
fresco ha invadido el país, todo el mundo tiene ganas de hacer más
cosas, manifestarse, se acabó el miedo al papelón. Durante mucho
tiempo una forma de argentinizar una idea era no concretarla. Pero
ahora eso se terminó, ya nadie quiere postergar sus sueños”.
|